Solo el paso del tiempo diluirá el mito, como también la inicial conmoción esperable. La muerte no deja a nadie indiferente. Ni la del más humilde ni del más rico. La diferencia es la intensidad del lamento o la generosidad del epitafio último. Fidel Castro llenó como nadie la historia de las últimas décadas del siglo XX. El comandante, el líder de la revolución, el hombre, el soñador, muere en la fecha que se cumplen seis décadas en las que a bordo de un yate, el “Gramma”, inició la aventura que le llevaría al poder y a la isla a vivir un perenne paréntesis de revolución, de marxismo leninismo, de castrismo propio, pero también de miseria, falta de libertad y silencio.
Su personalidad aplastante, su enorme cultura e interés por todo, su preocupación por lo grande y lo sublime a la vez que cotidiano hicieron de él un líder irrepetible. Con él morirá la ortodoxia comunista de la isla. Si como tal puede decirse de ortodoxia y comunista en el sentido más estricto, pero sin duda, sí ortodoxia comunista cubana que no es otra que la castrista. En Cuba solo hay castrismo, después del castrismo, solo Cuba. Así debe ser. Pero las dos Cubas, partidas, heladas por un caribe que deberá ser el nexo de encuentro, más bien, el reencuentro necesario entre familias, vecinos, ideologías. Ideologías en plural.
Pocos hombres como él han atesorado tamaño liderazgo, pero por encima de ello, carisma. Carismático, arrollador, desbordante, calculador, inteligente, autoritario. Un líder que se movió entre las aguas frías y turbulentas de guerras postcoloniales y los estertores agónicos de la Unión Soviética, que sobrevivió al derrumbe comunista, pero sobre todo a su apoyo económico.
A nadie ha dejado indiferente, al contrario. Amores y odios han sido tan proclives como sus errores y aciertos. Es el epígono de una época única en la historia. Protagonista de primera fila, Fidel Castro era el testigo vivo de una etapa histórica tan convulsa como fascinante. Muchos vieron en él, y en su revolución, un modelo, y él quiso que fuere exportable, . Una vía propia, una manera de sobrevivir y exportar ideales. También guerras, miserias y fracturas. Probablemente el revolucionario hoy no estaría conforme con la realidad ni la situación política, social y económica que la revolución y casi seis décadas de dictadura han arrojado. El sería el primer revolucionario de un tiempo postmoderno. ¿Valió la pena? Y si valió, ¿para quién? Dos terribles interrogantes.
Nadie puede negar ni su liderazgo ni su personalidad. Su cualificación intelectual y cultural. Pero la historia probablemente no le absolverá. En Cuba no hay democracia, ni libertad.
Se abre una página de incertidumbre y a la vez de esperanza. El régimen, pilotado por su hermano y rodeado de pesos fuertes para preparar el futuro, medirán cada paso. Entre tanto, la esperanza hacia una transición pacífica renace. Es hora de un pragmatismo de sobrevivencia. De tender puentes y de mejorar los pésimos niveles de vida a los que se ha condenado a vivir a la población por mucho que se enjaecen los logros de la revolución en la sanidad y la educación. La realidad es la que es. Y con ella debe llegar la libertad. Con la desaparición de Fidel, se abre esa posibilidad. En vida de él era imposible en la coherencia de un régimen al que le falta el aliento. Muere el hombre y sobrevivirá unos años el mito, incluso el que le absolvió en medio mundo a pesar de ser un dictador. La historia le resituará como ha sucedido en todas las dictaduras. Y la historia no siempre es benigna del todo. Muere el primer pero también el último comandante, el último verde olivo.