No nos engañemos, el desafío soberanista catalán coloca a la sociedad española ante una crisis de insospechadas consecuencias. No se trata de una crisis política, ni de una crisis de gobierno. Se trata de un torpedo dirigido contra la línea de flotación del Estado. No es la creación de un nuevo partido u opción política. No es ni siquiera la modernización del Estado y su reforma constitucional. Es, nada más y nada menos, que romper con el Estado y crear uno nuevo, distinto e independiente. Un Estado que se relacione de igual a igual con los demás Estados y con el reconocido en la Constitución española de 1978.
Lo que está en tela de juicio es, con todas sus consecuencias, el ser o no ser de España. He ahí el dilema hamletiano que plantea el separatismo secesionista, basado en el bilateralismo soberano y que, por lo tanto, rompe con su pertenencia a cualquier Estado que no sea el que se pretende construir “ex novo” y con propósito de reconocimiento internacional.
Rompe con la soberanía nacional que reside en el pueblo español y cuya titularidad no reconoce y rechaza.
Ese paroxismo independentista no se satisface con reformar la Constitución, ni con el federalismo, la mejora de la financiación autonómica, las balanzas fiscales, el reconocimiento de determinadas singularidades, la solidaridad interterritorial o la reorganización territorial del Estado.
Ese tratamiento contra la fiebre separatista es absolutamente inadecuado e inútil. No se corresponde con los síntomas de la enfermedad. Como ya expusimos en otro lugar, es infantil y absurdo ofrecer mayores y mejores ventajas internas o “caseras” a quienes lo que quieren es todo lo contrario, o sea, abandonar y separarse de la “casa común”.
Si a la gravedad de ese desafío y a su posible efecto imitativo o de contagio en otras partes del territorio español no se le enfrenta una idea clara y unívoca del ser y la unidad de España, si los españoles que quieren seguir siéndolo no se disponen a lograr un nuevo pacto constitucional de concordia y consenso, nuestro futuro político estará preñado de peligrosos augurios, cuyos resultados son difíciles de prever.
Finalmente, debe tenerse en cuenta que ese posible y necesario pacto constitucional puede verse en el futuro dificultado por el fenómeno de la fragmentación política que se vislumbra en el panorama político español.
El desafío está planteado; ahora toca defender al Estado, social y democrático de derecho que alumbró para España la Constitución de 1978 y aprobó en referéndum el pueblo español.