En principio, el concepto de servicio militar obligatorio, es positivo. Se trata de adiestrar al ciudadano en técnicas y comportamientos necesarios en caso de un conflicto bélico. Incluso en los países que no tienen ejército, como Suiza, se lleva a cabo.
Lo que desnaturalizaba, en parte, este objetivo era la excesiva prolongación del servicio militar que, pasado el periodo de instrucción, se convertía en una aburrida espera del paso del calendario, con destinos tan apasionantes como estar sentado en una oficina de ocho de la mañana a dos de la tarde.
En ese largo periodo, además, ya no volvías a un campo de tiro, ni a disparar, ni siquiera a comer una tortilla, con lo que lo poco que habías aprendido se te olvidaba.
No había una especialización militar, de tal manera que, en caso de venir el enemigo, se encontraría con unos reclutas que todavía no sabían cargar una ametralladora, y con unos veteranos fondones que tenían más conocimientos del funcionamiento de la cantina del cuartel o de las dependencias en las que estuvieran destinados, que de las artes guerreras.
La propuesta de Macron de llevar a los jóvenes franceses de ambos sexos a un mes de adiestramiento militar –que ya llevaba en su programa electoral– ha vuelto a abrir un debate en España, donde, por cierto, la supresión del Servicio Militar Obligatorio se ordenó sin que le precediera ni siquiera un debate en las Cortes.
En las Cortes, donde se llega a debatir la longitud de una acequia comarcal, un asunto tan importante como este no mereció ni un minuto de atención de los señores diputados.
Y me imagino que, ahora, tampoco. A los políticos de cualquier tendencia les horroriza abordar algo tan espinoso como la participación civil con el Ejército profesional. Lo políticamente correcto es ignorar que la paz y la libertad se sustenta sobre el efecto disuasorio y vigilante de un sistema de Defensa. Macron no es tan hipócrita.