sta vida no nos gusta. Al despertar, me he dado cuenta de que no hay nadie por las calles, ni viejos, ni jóvenes, ni grandes, ni pequeños. Desde el 13 de marzo, a la ciudad, el barrio y las escaleras del edificio, no las pisa nadie. ¿Dónde están los ciudadanos, dónde los vecinos?. Anteayer se abrió el ascensor en el rellano y me alertó la chica que lo ocupaba: “Yo sola, tengo que subir yo sola”. Así fue, claro, recuerdo que en África con los leprosos (que nos contaban, hace sesenta años) tampoco se podían acercar a nadie. Era triste.
Pasaron unos cuarenta días y el sábado nos confirmaron que el domingo podrían volver los niños a la calle, acompañados de un familiar. ¡Ah!, ¿es que todavía existen los niños?
Me desperté demasiado temprano, fui a la ventana, no había amanecido, no podían estar los niños en la calle, no había luz, nadie, ni una sombra. Volví a la cama, pero a las diez en punto, me apoyé en el alfeizar de la ventana para observar todo el desfile.
¡Que alegría!, ¡qué maravilla!, algo increíble: decenas y decenas de chavalines, ya en el carrito arrastrado por sus padres, o libremente, corriendo, saltando hacían llegar sus risas al quinto piso. Una niña vestida de rosa y con un cochecito del mismo color, cruzaba de derecha a izquierda la calle, cantando de alegría; un padre en bicicleta llevaba un bebé detrás y al lado, otro hijo con su bicicleta, pedaleaban a la par; dos patinetes verdes, de dos gemelos, serpenteaban con tenacidad fuera de la acera; una hermana y un hermano se disputaban la pelota amarilla, un niño de unos diez años corría con sus patines… De pronto se levantó un poco de aire que venía del mar, cerré los ojos, y vi la calle llena de flores de colores que se movían al ritmo del viento, de babor a estribor, era un arcoiris de flores. Abro los ojos y los cierro, los abro y los cierro, y sigue el balanceo de las flores. Todo había sido un sueño.
La realidad, por la calle Cuco de Cortázar, era muy distinta, no aparecía niño alguno. Llevaba esperando más de un cuarto de hora y no asomaba, ni grande ni pequeño, era desilusionante. De pronto pensé que era el apocalipsis final, los viejos estaban muriéndose en cantidades considerables, y los niños no aparecían,
Aguanté diez minutos más, observé allá, a lo lejos, a una mamá y una niña, que caminaban hacia abajo. Frente a mí, al otro lado de la calle, una mujer esperó a que se acercasen y les gritó, “¡Gracias chica, gracias por traer a tu niña paseando por aquí!, ¡qué alegría me estás dando, qué felicidad volver a ver un niño, que Dios te bendiga”. La niña, que calzaba unos patines, paró y sonrió mirando hacia arriba. No sé por qué le aplaudimos, quizá por aquella sonrisa que nos hizo latir fuertemente el corazón. Su mamá se paró, y dio un pequeño discurso “Que ustedes, los mayores, también puedan salir a la calle muy pronto”. ¡Ojalá, que así sea!. Este parágrafo todo fue verdad.
Una semana después, desde las seis y media de la mañana, hasta las once y media de la noche, no para de pasar gente por el “Paseo del colesterol” de Caranza. Puede que no lo crean, pero es lo más maravilloso que se ha producido en este primer trimestre del año.
Es como si la fuerza de la primavera rompiese los adoquines de las calles para que brotasen los niños, los jóvenes y los viejos, todos, nadie sobra, todos hacen falta. ¡Siempre adelante! Por favor, no retrocedamos.