Hoy escribo crónica de sociedad. Estoy obligado. Saldo mi deuda con una convecina, María Jesús Toba, Chus para sus amigos. Mujer de una pieza, elegante y sobria. Cuando ella sale de casa la sonrisa de su lámpara enciende la mañana. Seriedad comprensiva. Boca firme. Transparencia en la mirada. Encanto para que Gutierre de Cetina escriba su inspirado madrigal. Es más, parece arrancada de novelas de Dickens, Dostoievski o Delibes. Todos con un sol solidario que hace rataplán al volcarse hacia otros. Tiene un pronto áspero que se deshace en miel servida directamente de la colmena. No es una miss universo pero da en esa chica equilibrada y hechicera capaz de seducirte.
Hasta el punto de que uno no sabe donde reside la belleza. ¿En el mundo clásico, los monumentos literarios de Calderón, de Quevedo, de Lope de Vega? ¿En el Everest de Cervantes y su Quijote? Coroneles que tienen quien les escriban gracias a trazo creador y definitivo: David Copperfield y su vida convulsa; el ascético Alioscha Karamazov; la existencia rústica de Daniel el Mochuelo y los santos inocentes –inmortalizados en la peli por Paco Rabal y Alfredo Landa– de Miguel Delibes.
Pues mi admirada y requeteadmirada Chus destila la frescura del romero y el aroma de la hierbabuena y el heliotropo. Recoge también y expande semilla voladora de pinos y eucaliptos. Guarda la pulcritud escénica de la naranja. Amargo traje que se transforma en excelente sabor. Así actúa nuestra muchacha buscando complicidad en las que la rodean.
Como suplir el olvido de un matrimonio “antiguo” que no fue a la confitería y Chus estuvo presurosa al quite. Semejantes casos de la plaza de Pontevedra la han convertido en un rincón de naturaleza pura y esponjosa. Aldea espiritual, sencilla, disciplinada. Donde muchachas como Chus vencen a tanto hormigón y asfalto. Sonrisa de vida sobre pausas de muerte en el surtidor de ocho caños que clama silencioso: ¡Gracias, Chus!