El fantasma de la ópera

uando Gastón Leroux escribió en 1910 su novela “Le Fantôme de l’Opera”, no tenía pajolera idea de si personaje de ficción se convertiría en real. Disque tras estrenase su obra cantada, en 1986, comenzó a circular por esos teatros de dios, la especie de que existía un fantasma, visto  durante  representaciones operísticas, al que el fervoroso público de la música lírica puso el cariñoso nombre de Flácido Doménico. No era un fantasma peligroso, excepto para  las donnas, cualquiera que fuera su tesitura de voz, siempre que, además de tener maravillosa voz, también estuvieran de moja pan y come. Nunca se conoció su auténtica personalidad, pero sí que hacia proposiciones deshonestas  a cuantas cantantes se tropezaban con él. Se sabe, también, que nunca tuvo éxito en sus pretensiones libidinosas, excepto una vez que tiró los tejos, por error,  a un castrato que aceptó encantado sus requerimientos sexuales. Cuando el fantasma se dio cuenta de su error, huyó de los escenarios a uña de caballo. Desde entonces Flácido se volvió fláccido, y lo único capaz de subir es la batuta. Ahora, el fantasma no se come una rosca ni con una muerta.

El fantasma de la ópera

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