El voto ausente

La principal preocupación de todas cuantas formaciones políticas se presentan a las elecciones al Parlamento Europeo del próximo domingo se centra –como sucede en el caso de cualquier consulta– en elevar la tasa de participación y eludir lo que se prevé que sea un generoso porcentaje de abstención. No son los europeos unos comicios dados a la concurrencia, y menos en las circunstancias actuales, para países como España, Italia, Portugal o Grecia, entre los más afectados por la elevada recesión, aunque necesitados como nunca antes de esta Unión Europea en la que el peso de las grandes potencias sigue determinando el presente y futuro de economías difíciles de sostener. Bajo esta perspectiva, pertenecer a la UE es evidentemente necesario aun cuando su aparato político y organizativo está lejos de satisfacer mínimos elementos de cohesión territorial cuando solo puede recurrir al ámbito económico y no aborda cuestiones tan imprescindibles como la sostenibilidad de sus propios integrantes en función de sus necesidades. Claro ejemplo lo hemos tenido en el reparto de la cuota láctea o la pesca, que tan evidente factura pasó a la Comunidad gallega, o el talón en blanco entregado por este país que afecta desde hace treinta años a la actividad naval en la ría de Ferrol. 
La abstención se mira únicamente bajo el epígrafe de la representatividad política, de la presencia de unas fuerzas u otras en el hemiciclo de Bruselas, pero en ningún caso, por lo que parece, como elemento sintomático y explícito del desencanto general derivado de un Parlamento al que se ve, cuando no lejano, inexistente, y no solo en el plano geográfico. En cualquier caso, la consulta está llamada  a constituirse tanto en un barómetro de la repercusión de las acciones políticas de cada Gobierno para evaluar el desgaste de los que ostentan el poder como en balanza de la recuperación de quienes lo han perdido y, cómo no, de la capacidad del amplio y variado abanico político que aspira a obtener representación y, en mayor medida, a asentar las bases para un cambio de la hasta ahora natural tendencia representativa en el suelo patrio. La abstención no beneficia pues a nadie, aunque es elemento harto elocuente para el ciudadano que se siente desalentado y, lo que es peor, exhausto por carrera tan áspera como la que ha tenido que asumir hasta ahora. Truncado en buena parte el sueño de ver realmente una Europa unida como elemento vertebrador del desarrollo económico y social, a nadie le puede resultar difícilmente comprensible la falta de interés del votante de a pie, sobremanera de aquel que ha visto cómo ha primado más el interés en sumar adhesiones más ceñidas a la geografía y a la búsqueda de un mayor peso en el panorama ecopolítico que al desarrollo pleno, y sobre todo con garantías, de los países que con mayor virulencia padecen la recesión. Bajo estas realidades, lo cierto es que la abstención, o lo que políticamente se considera el voto perdido o ausente, tiene inevitablemente tan sobrados argumentos como los que adopta la participación.

El voto ausente

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