EI simple hecho de que distintas fuentes confirmen que la empresa pública Navantia contemple la posibilidad de decretar el cierre patronal ante la imposibilidad de que cuestiones tan esenciales como la de hacer frente a la carga de trabajo actual o que aspectos como la seguridad en sus instalaciones sean ya una realidad derivada de la huelga, hasta ahora sin precedentes, que los trabajadores de las compañías auxiliares mantienen en demanda del cumplimiento de los acuerdos de 2001 sobre mejoras salariales y categorías profesionales, otorga un plus de veracidad a dicha alternativa. Es, sin lugar a dudas, un estado excepcional al que se enfrenta la compañía pública y, si la memoria o las hemerotecas no nos engañan o mienten, la más grave sucedida en el ámbito de los astilleros públicos de la ría en el régimen democrático.
Si hay precedentes, desde luego la situación no era la misma y, si no los hay –al menos en las últimas décadas–, la situación obliga a una metódica reflexión sobre el futuro que le espera al grupo público en un momento en que, tras la grave crisis económica, el fantasma de la desocupación pasó la peor de las facturas posibles al sector naval en todo el país. Máxime en esta comarca, como se sabe casi totalmente dependiente de la actividad y dotada de una cultura laboral que ha orientado a generaciones enteras en la misma dirección que marca el derrotero de la construcción marítima.
No es cuestión de posicionarse en un conflicto en el que los movimientos están reducidos al frágil marco del tablero por el que se deslizan. A los trabajadores les corresponde el derecho a la huelga como expresión democrática y como elemento reivindicativo para conseguir determinados fines. La patronal se enfrenta por otro lado a una dura competencia que está lejos de semejar su situación a tiempos, cuando menos, no tan exigentes. Son las dos posiciones esgrimidas y ambas totalmente comprensibles y aceptadas, al menos en parte, si tenemos en cuenta que las movilizaciones en curso no cuentan con el pleno respaldo sindical.
Pero la pérdida de contratos ya cerrados, la perspectiva de que suceda otro tanto con los que están en fase de negociación o próximos a firmarse y, sobre todo, la paralización de las factorías como consecuencia directa de estas movilizaciones, sitúa a una empresa pública de la que depende esta comarca, tanto de forma directa como indirecta, ante la tesitura de ese cierre patronal que la ubica en un estado de excepción cuyas consecuencias pueden resultar irreversibles. En especial de cara al exterior y en áreas que, como la de reparaciones, aportaron un balón de oxígeno a una cuenta de resultados cifrada en cientos de millones de pérdidas.
Todo lo anterior es un hecho, pero la realidad puede diferir. A nadie se le escapa que la dirección de una empresa tiene en su cuenta de resultados su propio destino, como ya se deja ver en compañías locales con graves dificultades para la supervivencia.
Las llamadas a la reflexión siguen sin cuajar y el diálogo no se deja ver como un método transitorio a solucionar el problema sino como un elemento ornamental dirigido a obtener la exculpación mutua.
Lo único tangible y, lamentablemente, conocido por todo aquel que haya vivido las sucesivas crisis de los astilleros públicos, así como sus momentos de auge y estabilidad, se reduce a un mero ejercicio de sentido común en el que lo que debe primar es diferenciar entre un destino aciago o un presente y un futuro capaces de insuflar mínimos de confianza. Una confianza que, evidentemente, no existe.