Yo, yo misma e Irene

ólo se aburren los aburridos”. Esta frase la escuché el otro día mientras veía un capitulo de una serie de moda. Me recordó a cuando mi padre me dijo que el aburrimiento es la enfermedad del alma. Hace tantos años de eso que no sé qué edad tendría y a pesar de que por entonces no la entendí del todo, fue una frase que me quedó en la memoria. Seguramente alimentada por ser repetida en posteriores ocasiones. 
Ahora sí que la comprendo y no puedo estar más de acuerdo. Yo siempre he sido bastante sociable, me encanta quedar con mis amigos o estar con mi familia y salir a tomar algo o hacer alguna actividad es de lo que más me gusta, pero es cierto también que con el paso del tiempo hay algo dentro que va cambiando. O al menos a mí me ha pasado.
Durante la adolescencia, e incluso post adolescencia –etapa que aún me parece peor porque no hay nada más triste y vanamente absurdo que un adulto que todavía no lo es pero que cree serlo– yo sentía el ansia de estar siempre rodeada de gente. De hacer algo, de consumir tiempo. No se trataba de ser productiva, ni activa ni nada por el estilo, sino de no sentir que el silencio me persiguiese hasta ahogarme. 
Creo que durante muchos años, hasta que no supe encontrarme, era incapaz de compartir tiempo conmigo misma. Sin embargo, hoy día, siempre que puedo estoy un rato sola en casa y leo, veo una película, escribo, escucho música o me tomo una cerveza mientras echo un cigarro y pienso en mis cosas. Me hablo mucho, me doy ánimos, me felicito o me riño un poco si he hecho algo, cuando menos, regular. Pero nunca estoy incómoda ahí. Ya no hay nada de lo que escapar, nadie de quien huir. He conseguido, sin quererlo, simplemente madurando, ser la mejor compañía que puedo tener. Compatible con el resto del mundo, por supuesto. En mi universo cada vez entra más gente, aunque también sale otra inevitablemente, porque los años no pasan en balde. Pero yo, permanezco. Y eso, dado que tengo que vivir muchos años en mi piel, ya es un mérito. 

Yo, yo misma e Irene

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