Así titulaba el admirado Julio Camba uno de sus divertidos artículos en La Rana Viajera, en el que además de recordar los orígenes de este “rey de los incensarios”, como al parecer lo llamó Víctor Hugo, hacía algunas sugerencias sobre su posible utilidad que, aunque hayan pasado casi cien años, hoy pueden seguir teniendo cierto interés . En concreto, sugería el famoso articulista trasladar el botafumeiro al Congreso, para que oscilara velozmente durante los debates y así los de fuera pudieran ver como “salía y se elevaba y se desvanecía el humo”.
La sorna de don Julio se refería a la situación de una Cámara que en aquella época, los últimos años del régimen de la Restauración, se encontraba llena de caciques y paniaguados, con poco interés por el bien general y bastante poco lúcidos en su cometido parlamentario. No hacía mención, sin embargo, el escritor de Vilanova a que con ese traslado del botafumeiro al Congreso, que hoy también se podría pensar en realizar, la sede de la soberanía nacional se pudiera beneficiar de los efectos saludables y profilácticos para los que realmente fue construido: neutralizar y quitar los malos olores que dejaban los peregrinos que abarrotaban la Catedral de Santiago. No estoy desde luego sugiriendo, nada más lejos de mi intención, que los actuales o inmediatos usuarios del Congreso dejen de estar a la altura o que huelan mal, como les ocurría a muchos de aquellos peregrinos, después de un largo y penoso viaje. Estoy seguro que sus señorías, entre dietas y prebendas, contarán con suficientes recursos para acicalarse. Además, aunque tengan que trasladarse hasta la capital desde las lejanas provincias, no lo hacen con las limitaciones y dificultades de los antiguos peregrinos, sus viajes son por suerte mucho menos penosos.
Al hablar de neutralizar malos olores con el botafumeiro, en el Congreso o en cualquiera de nuestras numerosas e importantes instituciones, siempre por supuesto en sentido figurado y con todo respeto, me refiero a los que puedan desprenderse o se hayan desprendido de determinadas actuaciones, nada favorables para el buen nombre de quienes las ocupan. Más de uno me dirá, y con toda razón, que los efluvios de la corrupción o de la vanidad no se van a quitar con el olor del incienso. Incluso, ahora que lo pienso mejor, puede ser contraproducente llevar el botafumeiro al Parlamento, pues cabe la posibilidad de que al ver revolotear el gran incensario por encima de las cabezas de algunos de nuestros representantes públicos, lo considerasen una forma de reconocimiento de sus grandes esfuerzos por salvar y servir a la patria; y tampoco es eso… Un parlamento nunca puede convertirse en una fábrica de humo.