El camino de la libertad implica un compromiso en el ámbito de las cuestiones sociales y económicas que no puede verse reducido a un parcheo o a una operación de maquillaje que esconda las más flagrantes injusticias. Las esperanzas del tercer mundo están puestas en esa tarea, pero también la de los sectores marginados y más desfavorecidos del poderoso mundo occidental.
La llamada de la libertad trasciende esas operaciones superficiales. Hoy se trata más bien de liberar la libertad, de darle a la libertad su plenitud, de devolverle el contenido que ha venido perdiendo o que le fue arrebatado: profundizar y extender los derechos humanos. Está claro que no se trata de aumentar el catálogo, o de “enriquecer” la oferta de derechos humanos, como el consumismo a veces parece exigir pretendiendo llegar más allá de lo que la condición humana permite.
Profundizar y extender los derechos humanos significa que ese camino de liberación democrática culmine en la libertad de conciencia de cada persona, base y fundamento del valor del hombre, desde la que la libertad conseguirá su plena significación y la vida pública se verá fecundada por las aportaciones libres, genuinas y creativas de los ciudadanos. Sin auténtica libertad personal no hay participación, sino sometimiento; sin participación no hay auténtica democracia, sino meras formalidades sin significado. Hoy, en un mundo de dominio del formalismo y de ausencia de convicciones firmes, no está de más, de vez en cuando, pensar en estas cosas porque con frecuencia abdicamos de nuestra responsabilidad en la creencia de que otros se ocuparan de los asuntos generales. Y vaya si se los ocupan, hasta intentar a toda costa perpetuarse en ellos.