ala prevalencia de la mujer sobre el hombre en puestos de trabajo, normales o jerárquicos, se le denomina discriminación positiva. Se trata de un disparate intelectual, un oxímoron, porque la discriminación positiva es lo mismo que la enfermedad saludable, la violencia pacífica o la tristeza alegre. Cuando a cualquier término del idioma se le adjetiva es que se le despoja de su definición auténtica. En la dictadura, como eso de dictadura sonaba muy duro y tenía mala prensa, le llamaron democracia orgánica, que es un eufemismo de imaginativa y delirante interpretación. Pero falso, tan falso como que la discriminación pueda ser positiva.
Una de las equivocaciones en las que suelen caer los gobernantes es que una ley, por el mero hecho de promulgarse, soluciona los problemas de honda raíz sociológica. Todavía no hemos podido desterrar el consumo de alcohol en las personas que van a conducir un automóvil, a pesar del endurecimiento de las sanciones; ni la llamada violencia de género ha disminuido, a pesar de una evidente discriminación jurídica. Y no está de sobra legislar, pero hay que conocer las limitaciones de los reglamentos. Intentar imponer puestos femeninos de cuota en los consejos de administración se me antoja anticonstitucional, como si se legislara que de cada cien consejos de administración uno de los consejeros debería ser de Zaragoza, que es mi pueblo, porque hay pocos zaragozanos. Invadir el espacio privado de las empresas se me antoja tan extravagante como exigir por ley que, puesto que en España los extranjeros son el 10% de la población total y, sin embargo, directores generales de empresas no llegan al 0,01%, que de cada diez directores generales, uno sea extranjero.
A algunas feministas estos razonamientos de sentido común les parecen machistas, porque confunden la realidad –que hay que mejorar– con las prisas y la discriminación. Y la discriminación nunca puede ser positiva, como no lo es el autoritarismo.