Parece ocioso recordar que cada vez es más importante subrayar el contenido ético de la democracia liberal. Sin embargo, el primado hoy de la demagogia y los populismos se debe, en buena medida, precisamente a la desnaturalización de los postulados básicos de la democracia liberal.
En efecto, no debemos olvidar que los padres fundadores de la democracia americana, los demócratas ingleses, los grandes clásicos del liberalismo, nunca pensaron que se podría llegar a una situación como la actual. ¿Por qué?. Porque pensaban, con razón, que es connatural a la democracia la referencia ética en la búsqueda de soluciones, en el diálogo, o en la discusión de posturas diversas o diferentes. Tocqueville vislumbró que la apertura a la verdad facilitaría el uso generoso, benevolente, solidario de la libertad personal y acrecentaría las posibilidades de establecer lazos comunitarios, de un mejor entendimiento. La realidad, empero, es que hoy, mal que nos pese, el odio y el resentimiento, de nuevo acampan en no pocos dirigentes que manifiestan un proverbial miedo a la libertad etiquetando a quienes les viene en gana como les viene en gana.
Pues bien, es fundamental que resplandezcan los principios de la democracia y que las cualidades democráticas guíen el comportamiento cotidiano de todos los ciudadanos. Para ello, la dignidad de la persona y los derechos fundamentales han de ser la piedra de toque de las decisiones del poder ejecutivo, del poder legislativo y por supuesto de poder judicial.
Tocquevielle de forma clarividente acuñó ese término tan actual que describe la enfermedad de algunas de nuestras democracias: despotismo blando. En efecto, cuando el efecto de la acción política –oficial– consigue anular la capacidad de iniciativa de los ciudadanos y cuando la gente se recluye en lo más íntimo de su conciencia y se retrae de la vida pública, entonces algo grave pasa.
Sabemos que fruto de ese Estado de malestar que inundó Europa no hace tanto y de la actualísima creciente corrupción del presente, surge el progresivo apartamiento de la ciudadanía de las cosas comunes. Poco a poco, los intérpretes oficiales de la realidad pintan con pingües subvenciones el paisaje más proclive para los que ansían la perpetuación en el poder. Se narcotizan las preocupaciones de los ciudadanos a través de una rancia política de promesas y promesas que se entonan desde una cúpula que amenaza, que señala y que etiqueta. Quien quiera levantar su voz en una sintonía que no sea la de la nomenclatura está condenado a la marginación. Quien se atreva a poner el dedo en la llaga de lo que acontece, corre serios peligros de toda ínole.
Hay mucho miedo a la libertad, por más que esta se jalee, hay temor a expresar las propias ideas y convicciones cuando no son del gusto del poder, y existe una cómplice comodidad en no complicarse la vida en cosas que no den resultados u utilidades económicas. Por eso es menester recuperar la dimensión ética de la democracia. Cuanto antes mejor.
Uno de los intelectuales más agudos de este tiempo, Charles Taylor, nos advierte contra uno de los peligros que gravita sobre la saludable cultura política de la participación, sea en el entramado político o en el ámbito comunitario. En su opinión, cuando disminuye la participación, cuando se extinguen las instituciones intermedias, las asociaciones que canalizan esta relevante propiedad de la vida democrática, el ciudadano se queda sólo ante el vasto Estado burocrático y se siente, con toda razón, impotente. Entonces, suele atrincherarse en la placidez del anonimato y cede ordinariamente su representación a los autodenominados especialstas de los asuntos comunes contribuyendo sobremanera a ese despotismo blando tan del gusto de los actuales dirigentes. No hay más que observar la realidad para constatar esta característica del tiempo presente.