El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) acaba de hacer pública la percepción que de la economía tienen los españoles, y uno de los principales aspectos que refleja la última encuesta es tanto la pésima lectura que aporta la crisis al común de los ciudadanos como la elevada tasa de estos (36%) que se plantea la emigración como alternativa a su situación laboral. La falta de confianza y el pesimismo resume el primero de ambos aspectos, ya que un 89%, casi dos puntos más que en la última oleada, de los encuestados considera que la situación es “mala o muy mala”. Lejos de ambientar o tratar de ilustrar cualquier lectura, un primer avance nos indica que el cambio de Gobierno no supone mejores perspectivas, fácilmente comprensible si se tiene en cuenta el escaso tiempo de relevo, pero sobre tomando como referencia el crecimiento continuidad del desempleo y la incógnita que aporta la dinámica de los últimos ajustes, desde la reforma laboral a los recortes en inversión pública, pasando por los que afectan a áreas como la sanidad o la educación. La desesperanza que alimenta cualquier estado depresivo, como si de un diagnóstico de psicosis se tratase, parece derivar hacia el “miedo insuperable”, al igual que ese supuesto jurídico que llega a servir de atenuante en casos de delito de sagre.
La (des)confianza pasa otra factura: la escasa credibilidad que aporta el sistema y que ya hace pensar que, en realidad, las cosas están mucho peor de lo que nos dicen que están...
La indefinición, el hecho de no saber qué va a suceder el próximo mes, o el trimestre que viene, o incluso al día siguiente, parece estar detrás de ese otro dato relevante de la encuesta que se relaciona ya con la aceptación, intrínseca e inevitable, de la disposición a romper incluso la estructura familiar, cuestión tan arraigada en este país en materia laboral. Y es que si hace escasos años el trabajador veía esta alternativa como la última e inevitable decisión propiciada por un estado último de las cosas, la incapacidad de resolver en el entorno más próxima su situación, los datos indican ahora que esa es, en numerosos casos, la única alternativa. El porcentaje de lo malo ya no se reduce pues a quedarte sin trabajo o a las dificultades que conlleve encontrar uno, sino incluso a la asunción de que, para hallarlo, más de una tercera parte de los ciudadanos de este país esté dispuesto al desarraigo familiar y social de su entorno más próximo. El grado de confianza ya no se limita tampoco al hecho de que la situación se arregle, bien por si sola, por decantación, por agotamiento, desarrollo económico o capacidad de gestión, sino, simple y llanamente, porque en algún momento se tiene que acabar, algo muy propio –aunque los hechos demuestran que los tiempos también están cambiando– del ciudadano de a pie de este país. La (des)confianza, o la ausencia de ella para ser más exactos, pasa otra factura: la escasa credibilidad que aporta el sistema y que ya nos lleva a pensar que las cosas, en realidad, están mucho peor de lo que dicen que están, por ejemplo, en un dato como el del paro, en donde ya se comenta que su número real supera los seis millones.