El preámbulo de la Constitución de 1978 (I)

La conmemoración de los cuarenta y dos años de la Constitución de 1978 nos invita a meditar acerca del preámbulo de nuestra Carta Magna y su grado de realización en la vida social y política de este tiempo de excepcionalidad ocasionado por la pandemia,

En efecto, en su seno encontramos los valores que conforman la sustancia constitucional y la matriz de dónde surge el espíritu constitucional, el centro de donde procede el dinamismo y las virtualidades de la Constitución. En el preámbulo de la Constitución encontramos ese conjunto de valores que dan sentido a todo el texto constitucional y que deben impregnar el régimen jurídico y el orden social colectivo, es decir, son las directrices que deben guiar nuestra vida política, no sólo la de los partidos, la de todos los españoles, nuestra vida cívica.

“Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”, señala el Preámbulo. Se trata de un objetivo o mandato constitucional que nos ofrece una perspectiva de equilibrio e integración, porque plantea que la calidad de vida sea digna, propia de la condición humana, de esa excelsa condición humana que tanto se debe preservar, proteger y mejorar sobre todo, vista la pujanza y vitalidad del entramado social, desde las instancias públicas.

En este sentido, no podemos olvidar que la dimensión cultural es un ingrediente básico del “libre desarrollo de la personalidad” a que se refiere el artículo 10.1 de nuestra Constitución. Es más, como señalara Carducci, “la grandeza duradera y la fuerza fecunda de las naciones estriban en el desarrollo independiente de las ideas humanas y la cultura”. La libertad y la capacidad participativa de los ciudadanos está ligada ineludiblemente a su emancipación económica y a su independencia de criterio. Hoy, desde luego, bajo mínimos inmersos como estamos en una colosal operación de control y manipulación social y política.

“Establecer una sociedad democrática avanzada, sigue diciendo el Preámbulo. Resulta interesante reflexionar cuarenta y dos años después sobre la calidad de la democracia. Porque como escribió Guizot “el poder de la palabra democracia es tal que ningún gobierno o partido se atreve a existir o cree que pueda existir sin inscribirla en su bandera”. En efecto, la democracia liberal es, como señala Ortega y Gasset el tipo superior de vida pública hasta ahora conocida. Sin embargo, hoy, en este tiempo, la demagogia y el populismo están manteniendo un fuerte pulso con el sistema democrático constitucional aprovechando la debilidad y fragilidad de las convicciones democráticas y el hartazgo ciudadano en relación con la política y los políticos.

Sabemos que la democracia no es un fin en sí misma. No puede ser un fin en sí misma porque está pensada como un instrumento de servicio a la gente, como una forma de facilitar la participación de la gente en la toma de decisiones. Es más, la concepción mercantilista o schumpeteriana de la democracia, y en general las versiones procedimentales excesivamente ritualizadas, son un evidente peligro que ronda este tiempo en que vivimos que esta siendo hábilmente rentabilizado por el totalitarismo con piel de cordero que nos desgobierna

En efecto, en este tiempo de pandemia, estas versiones formales de la democracia que tanto gustan a los enemigos de las libertades, se asocian fácilmente a planteamientos cerrados y opacos, desnaturalizando la esencia y la frescura de una forma de entender la vida y la convivencia basada en la libertad.

Por eso, hemos de recordar que el método democrático –entendido como mecanismo de representación de voluntades e intereses y como instrumento para lograr decisiones vinculantes- es, antes de nada, un instrumento de aplicación y realización de valores y principios.

 

La democracia se convirtió, no sin esfuerzo, en un paradigma universal e indiscutido que hoy, sin embargo, está cediendo en tantas latitudes a planteamientos totalitarios, de uno u otro signo. Sabemos que la democracia es, en suma, nuestro camino; sólo en ella se reconoce hoy nuestro destino. Por eso, es crucial, cueste lo que cueste, seguir impulsando los valores constitucionales y las cualidades democráticas. Porque la democracia –no se puede olvidar- es, en palabras de Friedrich, más un estilo de vida que una forma de gobierno. En efecto, se trata de un estilo que rezuma preocupación por la gente, capacidad de aprender, tolerancia, sensibilidad social, perspectiva crítica, optimismo, visión positiva y, por encima de todo, un compromiso constructivo y abierto con la dignidad de la persona. Justo lo contrario de lo que hoy discurre por los dictados del despótico y tiránico gobierno que, aunque nos pese, han elegido millones de españoles.

 

Y, finalmente, “colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra” concluye el Preámbulo. Esta apremiante llamada de la Constitución a colaborar y cooperar para que la paz sea una realidad en todas las naciones y pueblos de la Tierra, encuentra hoy un especial eco en el corazón de la gente joven, a pesar de la pandemia. Tal vez se esté perfilando aquí un nuevo horizonte que defina espacios políticos más amplios y comprometidos. Tal vez la plenitud de nuestra ciudadanía española nos está exigiendo, con la voz de la Constitución, un compromiso más efectivo y más universal con el desarrollo y la cooperación internacionales, quizás comenzando con pasos decididos y novedosos en la promoción de la paz entre los países de nuestro entorno geográfico y cultural.

 

La real realidad es que se están vaciando los valores constitucionales, sobre todo desde la cúpula, y se instaura una tiranía que no encuentra más resistencia que la de un pequeño grupo de voces críticas y de colectivos rebeldes que no quieren regresar al autoritarismo. El silencio de los intelectuales es atronador y la ausencia de temple y coraje cívico proverbial. Se constata, en un nuevo aniversario de la Constitución, que de nuevo, como hace ya más de cuarenta años, que debemos sacudirnos, con inteligencia y compromiso, el yugo de esa deriva totalitaria que otra vez se cierne sobre nosotros. Es el principal desafío político para 2021.

El preámbulo de la Constitución de 1978 (I)

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