Con el lío de unas fiestas navideñas pesarosas se nos ha pasado lo fundamental: Europa ha ganado el pulso a Londres. No habrá caos el uno de enero y no se cerrarán las fronteras para los productos agrícolas españoles ni para la pesca. Hay otros muchos sectores que también han respirado aliviados porque, si a la devastadora crisis provocada por la pandemia, se cierra a cal y canto un mercado como el británico, todavía más empresas habrían tenido que echar el cierre. No es un buen acuerdo, pero Johnson ha tenido que capitular en sus populistas reclamaciones cuando ha visto como se cerraba la frontera en Dover, y el Reino Unido corría un grave riesgo de desabastecimiento, solo para frenar los contagios de la nueva cepa del coronavirus que, por cierto, ya está aquí: hay cuatro casos detectados en Madrid. Tan consciente es de la situación, que ha pedido a sus ministros ayuda para vender el acuerdo, porque sabe que el sector ultraortodoxo de su partido quería todo, sin dar nada a cambio. Por tanto, no nos extrañemos si esta semana vemos y oímos a un Gabinete británico vendiendo un triunfo político del que no han comenzado, aún, a lamentarse. El rostro del magnífico negociador europeo, Barnier, con su grueso cuaderno de los puntos del acuerdo, junto al responsable británico reflejaba todo el cansancio y el hartazgo de la delegación de Bruselas.
Todos vamos a salir perdiendo con la ruptura, pero ellos van a pagar un precio desorbitado. Incluso se ha introducido, por exigencia europea, un mecanismo que permite a la UE tomar represalias si Londres se atreve a no cumplir al acuerdo o a modificar o saltarse a la torera uno de sus puntos. Por ejemplo: imponer aranceles en solo veinte días. Porque, si las empresas británicas tuvieran que pagar este tributo por colocar sus productos en la UE, que era la previsión de un Brexit a las bravas, la economía de Gran Bretaña sufriría la mayor depresión desde la contienda contra los nazis. Porque, no es lo mismo que cualquiera de los socios pierda el mercado de Londres, que un país en solitario, Reino Unido, se quede sin poder vender sus productos a veintisiete. La negociación, arrastrada por los intereses de Johnson hasta el último minuto, ni siquiera ha podido refrendarla el Parlamento Europeo, sobre exigencias que el Gobierno británico sabía insalvables, ha creado en Barnier y en el resto de su equipo la correosa corteza de quien ha aprendido a sostener el principio de “no pasarán” como lema. Y en enero, digan lo que digan, Londres no podrá seguir con su chantaje.