en los años noventa, el País Vasco y Navarra sufrieron los peores estallidos de la kale borroka. Jóvenes radicales que salían a las calles en respuesta a algún acontecimiento contrario a sus ideas –la mayoría de las veces relacionado con la lucha para acabar con ETA– y arrasaban con cuanto encontraban a su paso. Contenedores en llamas, mobiliario urbano destrozado, vehículos calcinados y adoquines arrancados para usarse como proyectiles. Escenas que cuesta distinguir de las que ahora se ven en Cataluña.
Esta nueva lluita al carrer –traducción libre– tiene tantas similitudes que parece que se estén usando los mismos manuales para sembrar el caos que estudiaban los cachorros de ETA. No es casual que los violentos levanten una barricada en un punto, revienten un escaparate en otro y en un tercero lancen piedras al unísono, como ráfagas de artillería. Tácticas de guerrilla urbana que aquellos “chicos de la gasolina” de los noventa aprendían directamente de los dirigentes de la banda terrorista.
Aquellos pseudocomandos no tenían como único objetivo enfrentarse a la Policía, buscaban el colapso económico y lo que se denominaba “socialización del sufrimiento”, implicando en su guerra a empresas y ciudadanos que se convertían en munición involuntaria. Los soberanistas radicales aún no han dado ese paso, pero no sería extraño que fuese el siguiente punto de la hoja de ruta que parecen seguir. Una estrategia adaptada además a la generación millennial, convocatorias a través de las redes sociales, retransmisiones en directo y profesionales del marketing diseñando escenas que cuentan una historia en la que la realidad se distorsiona en favor de la causa.
Y en el centro de todo, una constante escalada de violencia que no es otra cosa que terrorismo de baja intensidad. Alentarlo desde las instituciones no puede quedar impune.