Hay quienes no participan de la idea en boga de que los políticos han de cargar con la servidumbre de la dimisión por el solo hecho de ser investigados o, como se venía diciendo hasta ahora, resultar imputados por supuestos delitos de corrupción. Y es que, como cualquier otro ciudadano, el político está amparado por la presunción de inocencia. Si dimite sin haber sido condenado en el ámbito jurídico, está, pues, aceptando implícitamente su culpabilidad.
También hay quienes sostienen lo contrario: que cuando un determinado dirigente público muestra indicios racionales de culpabilidad, debe asumir no sólo su responsabilidad jurídica penal o administrativa, sino al tiempo su responsabilidad política dimitiendo inmediatamente de su cargo o renunciando a sus aspiraciones de representación. Se alega que cuando se manejan intereses generales, la ética y la ejemplaridad deben anteponerse a lo estrictamente jurídico.
No les falta una cierta razón a quienes así lo plantean. Pero me pregunto por qué ello sólo se predica para la clase política y no para otros espacios de actividad que también se traen entre manos asuntos de alto interés ciudadano y repercusión económica incluso a escala nacional. Estoy pensando, por ejemplo, en el mundo de la alta Banca.
No obstante, si este su discurso es aceptable desde la reflexión teórica, ya lo es menos desde su aplicación práctica en un sistema judicial como el que tenemos, excesivamente lento. Un sistema donde prescriben responsabilidades penales, aunque no patrimoniales, por haber transcurrido más de diez años desde la comisión del supuesto delito, como en el caso de los ERE fraudulentos en Andalucía; donde más de doscientas personas aguardan en Lugo a que esa fábrica de sumarios que es el Juzgado de la magistrada Pilar de Lara concluya alguno de los ocho grandes casos que desde hace seis o siete años hacen de su despacho el epicentro judicial en nuestra comunidad; donde las causas van de un tribunal a otro repitiendo trámites a golpe de aforamientos o desaforamientos o del idioma autonómico empleado. donde, por mucho pecho que saquen, las Administraciones afectadas contracolaboran con la Justicia; donde faltan medios materiales y humanos para que en causas complejas los jueces puedan ser eficaces y no lleguen a comprometer derechos y garantías; donde un alto porcentaje de casos de corrupción terminan con la absolución del encausado, y donde el espectáculo mediático se ha llevado ya por delante presunciones de inocencia y secretos sumariales.
En un sistema así mal se le puede exigir a un investigado que por el mero hecho de serlo dimita ya y que espere a la eventual liberación de culpas para volver a la actividad política. A tales horas, el afectado ya habrá rehecho vida y ánimos en otras latitudes. Aunque muy posiblemente, no su imagen pública.