Está muy extendida, quizás demasiado, la idea de que las convicciones hoy en día no sirven para nada, que son inútiles puesto que lo que reporta pingües beneficios suele ser jugar en el equipo del poder, sea este político, financiero o mediático. Lo que produce réditos realmente es orientarse al sol que más calienta, ver y callar, ceder con ocasión y sin ella, si es necesario, adular y, por supuesto, discurrir por la senda de la apariencia sin mayores problemas. Todo con tal de alcanzar el objetivo previsto. Si en el camino se caen los principios, qué le vamos a hacer.
Probablemente, la renuncia a las convicciones, algo más frecuente de lo que parece, y que está en la base de la profunda crisis que vivimos también en el mundo occidental, ha dado lugar a un panorama en el que se va agostando la perspectiva crítica, en el que todo tiene precio, absolutamente todo, en el que todo es relativo, en el que el valor de las personas se mide por su éxito, mejor si es fulgurante, en el que, en efecto, la verdad no interesa porque puede complicar las cosas. Es más positivo simular, fingir, mirar para otro lado, y por supuesto rehuir el compromiso. Es decir, a base de genuflexiones sistemáticas ante los nuevos ídolos de este mundo, hemos construido un ambiente general en el que no es habitual encontrarse con personas acostumbradas a pensar por si mismas, en el que la crítica serena y razonable brilla por su ausencia y en el que, no pocas veces, las personas no se consideran más que objetos de usar y tirar cuándo ninguna utilidad reportan.
En lugar de que la educación transmita conocimientos y valores, ayuda a ser personas sin criterio, sin ideales, facilita el aborregamiento, dicho sea con respeto de estos nobles animales, anima al conformismo, invita al consumismo y premia el individualismo insolidario. Por una razón bien clara: porque al poder no le interesa un sistema educativo serio. Prefiere una amalgama deletérea y delicuescente en la que nadie sobresalga, en la que se prohíban las diferencias, sobre todos las que provienen del mérito, la capacidad y el esfuerzo. Por supuesto, las convicciones se proscriben porque, según dicen, nadie puede osar situarse en el plano de las verdades. A regañadientes se admite que existen unos principios morales generales. Quizás porque sería muy fuerte la neutralidad frente a la tortura, la discriminación o la muerte de inocentes, por ejemplo. Es menester recordar, parece mentira, que todo ser humano tiene derecho a pensar como quiera, como le venga en gana siempre que no haga apología de la violencia y que no agreda las convicciones personales de los demás ciudadanos. Sin embargo, en este tiempo, que curioso, prolifera una casta de personajes que se atribuyen, nada más y nada menos, que el monopolio de la certificación de la buena conducta cívica, el ingreso al altar de la democracia o el buen ejercicio de las libertades.