Todo demócrata debería aceptar con normalidad la eliminación de los símbolos de cualquier dictadura, y mucho más si se trata de lugares y elementos de culto. En España tenemos un reducido grupo de españoles que reivindican sin complejos la memoria de Francisco Franco, y otro grupo mucho más numeroso, que consciente del coste que acarrea la apología abierta de una dictadura, profesa un franquismo vergonzante.
Este grupo se resiste al cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica por una vía indirecta, objetando que lo realmente importante es crear puestos de trabajo, arreglar los baches, o cualquier otra reivindicación cazada al vuelo.
Tan fácil es ver en ellos el intenso y permanente desprecio a las víctimas de la dictadura, como difícil resulta creer que las condiciones de vida de los españoles mejorarán, por el simple hecho de rechazar o boicotear el cumplimiento de la citada Ley.