Ferrol, donde lloran los magnolios

La ausencia, la lejanía de las personas, las cosas o los lugares queridos provoca en los seres humanos una cierta sensación de melancolía. En mi caso, esto sucede con Ferrol. Y esa melancolía se aviva, y me inquieta, estos días, cuando conozco el infortunio del viaje in extremis de un puñado de ferrolanos, con el Alcalde a la cabeza, para manifestarse en Madrid, en un nuevo intento de dilatar el definitivo derrumbe de nuestro sector naval, antaño próspero y vital; hoy, apenas sombra de lo que fue, tibio rescoldo: las botaduras son hoy manifestaciones; las pruebas de mar, desguaces; el trabajo, paro y más despidos. Duele la cabeza de la ciudad; se duele la ciudad entera.
 Decía Galdós que tener un hijo es “una enfermedad de nueve meses y una convalecencia de toda la vida”. Galdós, por cierto, no tuvo hijos. Pero la convalecencia de Ferrol, que vimos poblada por algunas espléndidas luces, se ha ensombrecido sin remedio en estas últimas décadas de crisis imparable que han llevado a la ciudad a un interminable túnel por el que anda a tientas, tropezando, cayendo, desangrándose.
Hoy, en un doloroso estado de postración y desaliento, seguimos lamiéndonos unas heridas a las que no hemos sabido poner remedio. Heridas que no solo son  físicas en una ciudad en ostensible declive urbanístico; son también sociales, económicas, morales. Son, desde luego, consecuencia de nuestros excesos, errores e imprevisiones; de nuestra nula visión de futuro, tentativas de solución fracasadas y posturas acomodaticias de pan para hoy y hambre para mañana. Reconozcamos que nos hemos equivocado y que lo estamos pagando. Reconozcamos también que hay un largo capítulo de responsabilidades que empieza por quienes tienen y tuvieron poder y gobierno laboral, económico, empresarial o local, sin olvidar a los aprovechados pescadores de río revuelto y a los que han medrado en la corrupción.
Que nadie vendrá a remediar a tiempo nuestra descontrolada caída en picado, es seguro. Y lo es en estos años de feroz crisis, general e incesante, de este país que se llama España. Cierto que algunos ven cercanas algunas señales de salida, pero no menos cierto que otros, el “pueblo soberano” que diría mi maestro don José Leyra, carecemos de tales dotes adivinatorias y nada advertimos en el horizonte mientras sigue, con claridad meridiana, la espada de Damocles del paro con sus cifras astronómicas ahí, tercamente amenazantes.
Ferrol es hoy una amarga perplejidad que se mueve entre el victimismo, la nostalgia y la protesta airada. Entre cuarteles vacíos, vida comercial al garete, población decreciente y envejecida, cierres aquí y allá, paro que no cesa y alguna iniciativa tan meritoria como insuficiente, Ferrol es la nave que está a punto de hundirse cada día, pero que sigue, en constante zozobra, una singladura sin rumbo. Sólo el mantenido esplendor de la Semana Santa parece devolvernos algo de aire limpio, darnos un respiro, aun con la oposición de la adversa climatología.
De poquísimas cosas estoy seguro y descreo de soluciones rápidas y fáciles a situaciones tan graves como las que atravesamos. Solamente el espíritu de unión, la regeneración ética de la vida social, la mejora de la educación y la enseñanza, la capacidad de renovarnos y reinventarnos y una clase política de nación y no de partido pueden llevarnos hacia un futuro esperanzador. En eso creo.
Cuando estoy en Ferrol suelo dar un paseo por el Cantón de Molins para disfrutar de la belleza de sus magnolios de brillantes hojas y, si es la estación, de flores en las que anida la blancura. En Ferrol, los magnolios lloran cuando llueve y, de noche, también cuando no llueve y nadie los ve. Probablemente eso ocurra en otros lugares, pero yo no lo sé. Sólo conozco nuestros magnolios, los de Ferrol.

 

Ferrol, donde lloran los magnolios

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