En junio de 2010 y tras un boicot contra los productos catalanes, el Tribunal Constitucional, alentado por el PP, la COPE, la prensa conservadora madrileña, una pléyade de tertulianos y algunos jacobinos de izquierda con vocación de francotiradores, anuló buena parte del Estatuto Catalán que llevaba cuatro años funcionando con normalidad y sin que se hubiera roto España.
La anulación, absolutamente gratuita y con el exclusivo ánimo de herir, marcó el punto de inflexión de la ciudadanía catalana.
Si pudiéramos volver atrás el reloj de la historia y evitar esa sentencia (las leyes se aplican para solucionar problemas, no para crearlos) no tendríamos actualmente el denominado problema catalán y necio será el que no vea que la unidad nacional la ponen en peligro los separadores carpetovetónicos, esa casta de vociferantes patriotas de vía estrecha, padres de este lamentable engendro.