Hay países que adoran la chapuza, incluso la miman. Sus políticos –y también la mayoría de sus ciudadanos– funcionan a base de improvisaciones, de ocurrencias. Reniegan del análisis, de la reflexión, de la disciplina, son la anti-norma por excelencia. España es una coctelera –hay que ser humildes y reconocerlo– con todos esos “ingredientes”.
En los primeros días de la Guerra Civil española se dieron casos de milicianos –sobre todo en el frente de Madrid– que abandonaban las trincheras al caer la noche para ir a dormir a sus casas. Se presentaban a la mañana siguiente tan campantes, como si eso fuera normal en un frente de guerra. Tales “costumbres” solo pudieron ser erradicadas cuando las milicias –la mayoría miembros de la CNT– fueron militarizadas y puestas bajo el control del Ejército Republicano.
Contaba Ettore Vanni –comunista italiano que luchó en la guerra de España– que cuando su grupo, la mayoría compuesto por españoles, tomó el tren de Leningrado a Moscú había muchos que no respetaban el lugar asignado. Se cambiaban de asiento, incluso hasta de vagón, para poder estar al lado de un coleguilla. Las responsables soviéticas enviadas por el Komintern se enfadaban mucho con ellos; no entendían aquel desorden, aquel caos, aquella manera indisciplinada de proceder y de comportarse de un comunista. Este italiano decía que los españoles eran auténticos espíritus de contradicción, la anti-norma por naturaleza.
El pueblo español, salvo excepciones, no se caracteriza precisamente por ser cartesiano. Incluso a la hora de copiar otros modelos políticos les imprime un sello propio, muy carpetovetónico. Al “modus Hispania”. Se dice que el régimen de Franco era de corte nazi-fascista, sin embargo, para ciertas cosas no lo era tanto, había grandes diferencias. Empezando por la religión. El Estado franquista, más que fascista era fundamentalmente de naturaleza teocrática; la religión católica –el llamado nacional-catolicismo– dominó la vida pública durante todo su régimen. Sin embargo, en el régimen hitleriano, ni la religión católica ni la protestante tuvieron peso alguno. A diferencia de otros países, aquí los púlpitos y las sacristías siempre han ejercido un gran poder. Y no siempre para bien, lamentablemente.
Vivimos en un país individualista, de contradicciones, de ambigüedades, incluso de modas. Ahora está de moda moverse dentro de lo “políticamente correcto”. Aunque a veces también se rompe ese esquema. De pronto se puede pasar al insulto, incluso a la difamación, aquí no existe el término medio de nada. La contradicción es una constante. Se dice que somos uno de los países más católicos –al menos en teoría– de Europa, no obstante, las iglesias están casi vacías. Es una fe un tanto extraña. Otra paradoja.
Aquí se puede ser republicano, socialista, hasta comunista, y al mismo tiempo ser monárquico, incluso costalero en Semana Santa. Nos han dicho, de hecho lo han repetido hasta la saciedad los medios de comunicación, que el pueblo español no era monárquico sino “juancarlista”. Una extraña manera de ser monárquico. A lo mejor dentro de un tiempo dirán que es “felipista”. Aquí por lo visto se puede ser todo y a la vez no ser nada, lo cual roza lo incomprensible. Aquí hasta la envidia se disfraza, se suaviza con las tiernas palabras de “envidia sana”. Como si hubiera alguna envidia sana. Aquí se cambia el significado a las palabras, se disfraza la verdad, se retuerce la mentira. Por lo tanto, ni la verdad ni la mentira nunca son lo que parecen. Casi siempre son otra cosa.
Sin duda, somos un país distinto, singular, un país que, además de todo lo mencionado, maltrata su propia historia; no la adorna ni la maquilla como hacen los ingleses o los franceses. Ellos convierten los villanos en héroes. Aquí no. Aquí los héroes son transformados en villanos, desprestigiados, difamados, hasta hacerlos irreconocibles.
Algunos decían, siguiendo el manual de estupideces, de las tantas que se dicen en este país, que con la llegada del euro sería el fin de la España cañí. Se equivocaron.