En un sistema democrático el recurso a la violencia es inaceptable. Retira la razón a quien pudiera tenerla. Lo estamos viendo en relación con las actuaciones –en Barcelona algunas de ellas de carácter muy agresivo– seguidas por los taxistas que protestan por la competencia que suponen los servicios de los VTC, en concreto Uber y Cabify.
En Madrid el sector del taxi mantiene una huelga reclamando la modificación de las condiciones que permiten operar a las citadas compañías que no se rigen por las mismas normas que obligan a los conductores de los taxis. Es un conflicto que va y viene de la queja a los tribunales y donde, pese a recientes sentencias, los incumplimientos son frecuentes, según denuncian los taxistas.
En su día, el Gobierno Sánchez, por la inhibición del ministro de Fomento, se lavó las manos trasladando a las comunidades autónomas la responsabilidad de la solución del contencioso. La de Madrid, a su vez, le ha endosado la patata caliente al Ayuntamiento. Y en esas estamos cuando en la capital se inaugura Fitur. Algo similar sucede en Barcelona a un mes de celebrar el Mobile World Congress.
Quienes han convocado la huelga piden disculpas por las molestias a los usuarios del taxi, pero saben que a quienes más perjudican no tienen posibilidad alguna de terciar en el conflicto. Los ciudadanos somos rehenes de la desidia o de la falta de responsabilidad de los gobernantes y de los excesos de los huelguistas. Los taxistas que operan en un régimen de monopolio, deberían hacerse a la idea de que en un mundo globalizado más pronto que tarde la mal llamada “economía colaborativa” acabará ocupando un puesto en nuestro entramado empresarial.
A cambio de reconocer esa tendencia, las empresas de VTC deberían operar con normas y obligaciones similares a las que obligan a los taxistas profesionales. Iguales obligaciones, mismas exigencias, mismo rango de pago de impuestos. La ley debe ser igual para todos. De otra manera, el asfalto se transforma en jungla. Semejante escenario no es de recibo.