Hace falta ser muy imbécil, o estar muy tarado, o las dos cosas al mismo tiempo, para afirmar que la anulación del euro por receta va a elevar el fervor independentista de los catalanes. Eso al menos es lo que piensa Oriol Junqueras, el presidente de Esquerra Republicana de Catalunya. Tal vez él conozca a algún jubilado que tras la decisión del Constitucional haya montado en colera y haya donado el euro de rigor a la Generalitat tras haberse comprado una caja de Frenadol.
La cuestión es que, de un tiempo a esta parte, los políticos, al menos una buena parte de ellos, se entierran cada día más en un pozo de estupidez del que resulta complicado imaginarse el fondo. Y, por si esto no bastara, cuando no andan enredando en tonterías se pillan los dedos robando (perdón, supuestamente robando) a manos llenas. Luego llegan las lamentaciones y se preguntan las razones por las que los ciudadanos los ven como un problema. Eso sí, hay algunos que consideran que la clave para evitar su esquizofrenia es dejar de llamar señorías a sus señorías y denominarlas con un “vecinos compañeros de este país”.
Si con algo tan simple consigue evitar lo que definen como virus de la moqueta (tal vez sería más apropiado lo de ácaro), mejor. Ójala que resultara tan fácil evitar esa manía que le parece haber dado a buena parte de los padres de la patria, de la autonomía, de la provincia y hasta del ayuntamiento, de abrir una cuenta en Suiza en la que ir acumulando millones, comprar carísimos áticos de medio kilómetro cuadrado en Marbella o atesorar coches de trescientos mil euros la pieza en una nave a las afueras de la ciudad.
El problema es la sensación que queda de que esto es normal y que la corrupción es algo inherente a la política, tan inevitable como comer una hamburguesa y no terminar pringado. Es esta sensación la que produce el hartazgo y la indignación de la ciudadanía. Un cansancio que hace que cada elección crezca el número de votos nulos y blancos y que sean legión quienes aseguran que los partidos ya no los representan.
Es preciso regenerar la vida política española, pero hacerlo de verdad. No llega con apartar al que pillan y termina imputado en alguna causa. Con él tienen que caer todos los que lo rodeaban, conocían sus prácticas y callaban. Tal vez haya llegado el momento de mandarlos también a casa, o mejor, a la cárcel si con su silencio favorecieron un delito.
Y, por si esto no es suficiente, habrá que sacar por la puerta de atrás a quienes mientan y a quienes solo digan medias verdades, que en ocasiones es mucho peor. Seguro que si se aplicaran estas máximas los salones de plenos quedarían medio vacíos, pero al menos los españoles volverían a ilusionarse con un sistema del que ya no se fían y esto supone un caldo de cultivo muy propicio para los extremismos más peligrosos.