El 14 de septiembre de 1982, el corazón de Dolores se rompió en el de su esposo, Antonio Cedillo, policía nacional asesinado por ETA en Guipúzcoa junto a cuatro compañeros. Del viaje de regreso a Sevilla, se recuerda en el interior de un avión Hércules, clavada por el dolor a un ataúd al que su hijo de 2 años golpeaba con el pie mientras le repetía: “No llores mamá, que hay muchas flores”. Y por si aquel dolor no fue suficiente para romper aquella criatura, años después descubrió que uno de los asesinados fue recogido aún con vida por un camionero, al que los asesinos siguieron para rematarlo. Ante el macabro descubrimiento el derrumbe fue total, ¿pudo ser él?, ¿era él?
Ese niño tiene hoy 37 años y dos hijos a los que no puede asistir porque su grave deterioro psicológico no se lo permite. Y su madre, esta brava Andrómaca, se ve en la necesidad de plantarse ante el Ministerio de Interior pidiendo que se le confiera a su hijo la condición de víctima. Mientras, en las calles de Euskadi se aclama a los asesinos excarcelados y en las instituciones se dan día a día no pasos legales para blanquear su criminal pasado.
Dolores bien pudiera ser esa heroína que ejemplariza el amor conyugal y filial frente al crimen. Pero es solo una mujer sin justicia –los asesinos de su esposo no fueron juzgados– frente a un ministerio exigiendo, en la más absoluta de las soledades, que se le reconozca a su hijo la evidente secuela de tan horrible crimen.