El negocio de la salud

mpezaré señalando que no sigo a los medios de comunicación de masas. Porque he constatado que siempre cuentan una visión de los acontecimientos distorsionada para que sea útil a unos intereses entre los cuales nunca figura el honor a la Verdad.
Así, he concluido que prestarles atención es co-crear una imagen del mundo que poco tiene que ver con la realidad. Siempre me digo que “cuando ocurra algo importante, me terminaré enterando sin que me lo cuenten los telediarios”. Y el coronavirus ha sido una de esas excepciones.
Nunca esperaré que un telediario me ofrezca información verídica acerca del origen de estas supuestas epidemias que de tanto en tanto surgen para poner patas arriba el orden social. 
Tampoco paso por alto que cuando esto sucede se tambalean los mercados, es una oportunidad para barrer otros asuntos debajo de la alfombra, se estrenan leyes que no tendrían cabida en otros contextos, y se desencadenan unos cambios en la dirección del mundo que me indican que estos sucesos cíclicos de fortuitos no tienen nada. 
Porque me da igual cuantas imágenes pongan de animales, señalándolos como los culpables de estas supuestas epidemias. Cuando esto es así, me imagino a un pangolín parafraseando a Tony Montana; “Necesitan a alguien como yo para apuntar con sus malditos dedos y decir: ¡ése es el malo!”.
En cambio, lo que sí encuentro en los telediarios cuando estos “culebrones” suceden, es el miedo. El miedo hace olvidar nuestro poder interno, la fortaleza de nuestros cuerpos para ser extraordinariamente sanos con unos mínimos cuidados, y hace desear que cualquier autoridad venga a salvarle a uno el trasero de una amenaza inexistente.
Porque si uno está en pánico, ¿dónde va a parar su capacidad de salvarse a sí mismo? Y que se lo digan a cualquiera que sepa de supervivencia; ¿es útil aterrorizarse si uno se ha quedado sólo y sin recursos en mitad de la selva? Por favor, piensen un poco.
Y más allá de esto, encuentro que ha sido la ausencia de salud lo que ha provocado una epidemia de hipocondría. Donde todo el mundo tiene un miedo atroz a contagiarse de un supuesto virus. Donde se han vivido escenas tan infames como la de millones de personas recluidas en sus hogares y denunciando desde sus balcones a quien saliese a la calle. Donde han impuesto el uso obligatorio de mascarillas, y distancias de seguridad, y todo tipo de restricciones absurdas a la libertad individual, y a todo el mundo les ha parecido bien. E incluso a mucha gente aún les ha parecido poco, a juzgar por sus aplausos.
Es el miedo lo que ha provocado la aceptación sin cuestionamientos de todas estas condiciones draconianas y asfixiantes que han derivado en la así llamada “nueva normalidad” (para diseñar sus discursos, los políticos tienen unos excelentes asesores de marketing).
Porque más allá del miedo que nos tratan de inocular los grandes medios de “comunicación”, uno puede disfrutar y cultivar una salud extrema; cuidándose a uno mismo como al tesoro más preciado, manteniendo lejos las preocupaciones y los miedos, estando en contacto profundo con la naturaleza, y manteniendo altos sus niveles de vitalidad y entusiasmo.
Siendo así que la soberanía sobre la salud y la enfermedad pasa a volverse un asunto de uno mismo, porque una salud robusta trae consigo ser resistente a TODOS los agentes patógenos. Pero si uno empieza preocupándose por decir “a ver si no cojo la gripe, el coronavirus, el sida...”, el mensaje que se transmite es que su cuerpo no es lo suficientemente sano. Que uno no es capaz de estar en el mundo sin enfermarse de cualquier cosa. 
Sin embargo, lo que se espera es que vivamos en el terror, no en el conocimiento. ¿Y que vienen epidemias? Pues a vacunarse todos. Para llenar el cuerpo de tóxicos, debilitar al sistema inmunitario y enfermar más fácil. Y que con ello haya más miedo y se piense menos y se encoja más el poder interno. Que es lo que finalmente se está buscando.
La mayor parte de lo que se vende en los supermercados es chatarra; el sedentarismo es una epidemia; el sexo mal entendido desgasta nuestra energía; hay un millón de asuntos que nos quitan salud. Y todo ello se va acumulando y es lo que hace a los humanos tan frágiles, en lugar de seres muy diferentes a la percepción que tenemos del ser humano común.
Pero de qué nos vamos a extrañar. Si a la fruta hay que pelarla para no comer ceras sintéticas; si hay que lavar las verduras porque están impregnadas de pesticidas; si la norma es trabajar encerrados desde la mañana hasta la noche, y evitar la luz solar por considerarla cancerígena. 
Si todos los alimentos del supermercado están envueltos en plásticos o contienen aditivos químicos; si la carne del ganado está atiborrada de hormonas y antibióticos; si los productos “de limpieza e higiene” son un cóctel tóxico con el cual nos untamos cada parte del cuerpo; si pese al aire contaminado sigue considerándose mejor vivir en la ciudad que en el campo.
Si cualquier enfermedad la tratamos con toneladas de medicamentos; si cualquier problema de comportamiento en los niños es tratado con más medicación; si cada día se venden más pastillas en una farmacia que en todas las raves de Ibiza en un verano. 
Si nuestra salud se ha vuelto un negocio, y si nos hemos olvidado cómo gestionarla por nosotros mismos… ¿de qué nos vamos a extrañar, entonces? 
Habernos vendido al negocio de la salud tiene un precio, y lo recordamos cuando gracias a una de estas supuestas epidemias cíclicas observamos que no nos cuidamos nada y que por ello la capacidad de nuestros cuerpos para resistir las enfermedades es muy débil. Es entonces cuando caemos en la trampa y terminamos así de entregar todo nuestro poder a las mal llamadas “autoridades”, y siempre con el mismo mensaje: “Quiero que alguien me salve, porque yo no soy capaz de hacerlo conmigo mismo”.
Pero todavía estamos a tiempo de rectificar. En lugar de caer en el victimismo, permitamos que ésta sea una oportunidad para devolver nuestras prioridades a su lugar. 

El negocio de la salud

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