Esperanza Aguirre anuncia con los ojos acuosos su despedida de la política. Alguno sonríe con regocijo al conocer la noticia. Se va la lideresa, Madrid se queda sin presidenta y las páginas de información nacional, un poco huérfanas. Pocos han sabido como ella hacerse oír, aunque fuese a base de confusiones, salidas de tono y micrófonos traicioneros. La admiradora de Sara Mago -aquella excelente pintora-, que quiere matar a los arquitectos madrileños y no llega a fin de mes sin pagas extra.
Su sola mención a la revisión del Estado autonómico crea un debate al más alto nivel. Cuando Espe habla, todos escuchan. Incluso cuando se desmarca de los suyos y reclama para Eurovegas una exención de la ley del tabaco. La temen en la medida en que la admiran. Quizá más. Porque quien manda hace lo que le viene en gana. Y ella, parece, manda mucho.
Se va cuando y como quiere. O eso nos hace creer. De la misma forma en que ha hecho carrera entre los populares. Según su santa voluntad. Hizo temblar los cimientos del partido sin despeinarse, igual que salió de aquel helicóptero que se precipitó al suelo en Móstoles. Apenas puso un pie en tierra confirmó que todo estaba bien mientras a su lado un Rajoy pálido y tembloroso no lograba articular palabra. Dicen que son las desavenencias entre ambos las que han provocado la decisión de Aguirre. Que quien nace para dirigir no se conforma con acatar.
Otros hablan de enfermedad, suya o de alguien cercano. Hasta se hacen conjeturas sobre un posible fracaso de su proyecto estrella. Suposiciones para explicarse el adiós de alguien que parecía llamado a dar titulares hasta el final de sus días. Quien acostumbra a hablar claro decepciona cuando evita las explicaciones. Pese a que no esté obligado a darlas.
La aristócrata que no quiere revelar su patrimonio para que no se sepa que tiene menos de lo que todos creen no es sospechosa de elegir la política para enriquecerse. Pero por el mismo motivo está alejada de la mayoría que tiene que rebuscar en los bolsillos para pagar las facturas. Su realidad no es la nuestra y se nota en sus postulados. Lo saben los que la sufren, que no la echarán de menos. Puede que los que solo la vemos como personaje que siempre da que hablar sintamos cierta nostalgia tras su marcha.
Lo que todos tememos es que se cumpla el lapidario “otros vendrán, que bueno me harán”.