El martes pasado falleció víctima de una de las más crueles enfermedades mi comandante, amigo y maestro, José Enrique Lechuga Serantes.
Dio la casualidad de que, enterado de su grave estado –todo ha sido tan terriblemente repentino-, le visite el día anterior en el hospital. Ni que decir tiene que al verle tan “malito” se me encogió el corazón, pues de aquella vitalidad que todos sus amigos le envidiábamos, no quedaba casi nada. No así de su buen humor; de hecho, de aquel en el que se convertiría nuestro último encuentro, le arranqué un par de sonrisas, pues le recordé algunos momentos singulares y divertidos que compartimos, como aquella inolvidable cena-homenaje que organizó hace ya veintitantos años en honor a De la Quadra Salcedo.
Jose Enrique siempre hizo gala de su espíritu aventurero, alma de descubridor y corazón de viejo lobo de mar.
Este sí que era un verdadero “Hombre de hierro en barco de madera” -a la lancha de buzos me refiero, claro- pues fueron incontables las inmersiones que realizó a lo largo de su vida reconociendo pecios o localizando cañones antiquísimos. Yo, que me paso más de doce horas al día en la oficina me pregunto ¿Qué más se le puede pedir a la vida que hacer lo que a uno le gusta?
Su último descubrimiento fue el monolito que señalaba el sitio donde se encontraron las anclas que pertenecieron a la celebérrima capitana de Cristóbal Colón, pero quizás uno de sus logros más sobresalientes en lo que a la arqueología subacuática se refiere sea la localización del mítico galeón “Santo Cristo del Maracaibo”, en las que tantas horas de trabajo y esfuerzo empeñó.
Este marinero de segunda con el que fuiste tan condescendiente te echará mucho de menos, y lo único que le consuela es la certeza de no puedes estar quieto, y que te has embarcado en esta nueva singladura sin avisarnos, pues como bien señalaba el viejo aserto que según la leyenda rezaba en la amura de la trirreme griega: “vivir no es necesario, navegar sí”.