Parece que la corrupción política es una de las principales preocupaciones de los ciudadanos de este país, tal y como revelan las encuestas. No hay, con toda probabilidad, una sola formación que se haya visto ajena a ella, pero es evidente que estamos atravesando un momento de inigualable cantidad de imputados. Tal estado es común a todo sistema político, sea democrático o no, aunque se entiende que es precisamente en las dictaduras o aquellos países con un débil sistema político –sea el que sea– en donde la corrupción no solo es habitual sino que se supone como elemento consustancial de la actividad política.
Más oneroso resulta sin embargo hallarla en un país como el nuestro. Sobre todo porque se entiende que este es un Estado de garantías civiles capaz de respetar y respetarse a sí mismo, en el que el ciudadano elige mediante un voto no solo a aquellos que quieren que le representen, sino a aquellos de quien espera que le respeten. La proliferación de casos de los últimos dos o tres años supera con creces todo precedente anterior, incluido el del exdirector general de la Guardia Civil, Luis Roldán, o aquel otro del hermanísimo de Alfonso Guerra y, por qué no, el de aquel concejal de Valencia que no tuvo reparos en decir que él estaba en política para “forrarse”.
Es difícil, sin embargo, entender que hasta un 95 por ciento de los ciudadanos consultados de este país asuma que la corrupción forma parte del sistema, porque ello parece indicar que se asume como un elemento paralelo que la define, de difícil erradicación y, por añadidura, escasamente perseguido o penado por la Justicia, sobre todo teniendo en cuenta el elevado número de amnistías concedido a políticos por delitos como el tráfico de influencias, el cohecho o la prevaricación. A veces, las citas son un exceso, pero también a veces son obligadas, sobre todo cuando lo dicen todo: “Es el privilegio de un pueblo libre y particularmente del gran pueblo libre de Roma, cuyas conquistas han creado un imperio que abarca el mundo entero, poder dar o no su voto a cualquier candidato que se presente a cualquier cargo.
Aquellos de nosotros que hemos sido zarandeados por las olas de la opinión pública debemos dedicarnos a la voluntad del pueblo, masajearlo, nutrirlo, intentar mantenerlo feliz cuando parece y se vuelve contra nosotros. Si no nos importan los honores que el pueblo tiene a su disposición, entonces obviamente no hay necesidad de que nos pongamos al servicio de sus intereses, pero si las recompensas políticas son nuestro objetivo, entonces nunca debemos cansarnos de cortejar a los votantes”. (Cicerón, En defensa de Plancio). Hace 2.000 años.