FRACASO ANUNCIADO

Más de 60.000 millones de pesetas en deudas, dos mil trabajadores en la calle y 25.000 millones de pesetas en ayudas oficiales tirados por la borda no son precisamente la crónica de una gesta, sino más bien de todo lo contrario. Son la crónica de un estrepitoso fracaso y, para mayor abundamiento, de un fracaso anunciado.

Tales son los números finales de Spanair; una aventura política que iniciaron hace ahora tres años una serie de promotores, más nacionalistas que empresarios, y que ha contado con no poco dinero público de la Generalidad y del Ayuntamiento de Barcelona, entre otras instituciones y organismos.

La quiebra de Spanair es ejemplo elocuente de cómo terminan proyectos que viven de la subvención y que no responden a planteamientos técnicos

 

¿Era realmente necesaria una compañía propia para conseguir vuelos internacionales y hacer del aeropuerto de El Prat un hub o nudo de enlaces? Esto es lo que, ante los despojos del invento, hoy se pregunta medio mundo, pero que en su día contó con el entusiasmo de relevantes élites empresariales, políticas y mediáticas regionales.

Como se recordaba hace unos, en la convulsa época de los gobiernos tripartitos algún arbitrista –“persona que propone planes disparatados”, según el diccionario de la RAE- tuvo la brillante idea de que para el futuro de Cataluña lo más importante era tener un gran aeropuerto internacional que conectara Barcelona con el mundo sin tener la humillante obligación de pasar por Madrid.

Así un grupo de empresarios de la órbita de la fundación nacionalista FemCat compró a la compañía SAS su filial Spanair, que ya perdía dinero a chorros. No lo avalaban razones geográficas. Ni tampoco económicas, pues se estaba obligado a operar en un mercado internacional donde resultaba y resulta muy difícil penetrar.

Según los compradores, la compañía era económicamente viable. Sin embargo, la realidad fue que los nuevos propietarios habían adquirido una ruina, que ya en el primer año de servicio tuvo unas pérdidas por valor de 186 millones de euros. Los poderes públicos regionales salieron al paso de la emergencia e inyectaron 150 millones de euros para retrasar la catástrofe. Una catástrofe, como digo, anunciada.

Es lo que suele ocurrir cuando determinados proyectos –aun bien intencionados– no responden en su génesis a planteamientos económicos, sino de muy otro orden. Proyectos que no terminan de cuajar y que se ven forzados a vivir permanentemente en la deuda y/o en la subvención. Con la deuda no se resiste mucho tiempo. Y con la subvención se aguanta hasta que la Administración de turno se cansa o la crisis pone las cosas en su sitio.

Como diría la ministra Ana Pastor, las subvenciones no solucionan los problemas. Un buen aviso, por cierto, para quienes todavía siguen enredados en los comités de rutas y empeñados en mantener o abrir –con el dinero de todos– caminos aéreos inviables.

FRACASO ANUNCIADO

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