El negocio de la salud (y II)

Porque si uno está en pánico, ¿dónde va a parar su capacidad de salvarse a sí mismo? El miedo es una venda en los ojos. Y que se lo digan a cualquiera que sepa de supervivencia; ¿es útil aterrorizarse si uno se ha quedado sólo y sin recursos en mitad de la selva o el desierto, o si se ha roto una pierna en la montaña? Por favor, piensen un poco.

Y más allá de esto, encuentro que posiblemente sea la ausencia de salud lo que está causando preocupación. Porque uno puede disfrutar y cultivar una salud extrema; cuidándose como al tesoro más preciado, manteniendo lejos las preocupaciones y los miedos infundados, estando en contacto con la naturaleza, y manteniendo altos sus niveles de vitalidad. 

Siendo así que la soberanía sobre la salud y la enfermedad pasa a ser un asunto de uno mismo, porque una salud robusta trae consigo ser resistente a los agentes patógenos. Pero si uno empieza preocupándose por decir “a ver si no cojo la gripe, el coronavirus, el sida...”, el mensaje que se transmite a sí mismo es que su cuerpo no es lo suficientemente sano. Que uno no es capaz de estar en el mundo sin enfermarse de cualquier cosa. 

Sin embargo, esto no debe interpretarse como ir sin cuidado por la vida. Pero de ser prudente a vivir en la paranoia hay un trecho. Lo que se espera es que vivamos en la paranoia. ¿Y que vienen epidemias? Pues a vacunarse todos. Para llenar el cuerpo de tóxicos, debilitar al sistema inmunitario y enfermar más fácil. Y que con ello haya más miedo y se piense menos y se encoja más el poder interno. Que es lo que finalmente se está buscando.

La mayor parte de lo que se vende en los supermercados es chatarra; el sedentarismo es una epidemia; el sexo mal entendido desgasta nuestra energía; hay un millón de asuntos que nos quitan salud. Y todo ello se va acumulando y es lo que hace a los humanos tan frágiles, en lugar de seres radicalmente diferentes a la percepción que tenemos del ser humano común.

Pero de qué nos vamos a extrañar, si a la fruta hay que pelarla para no comer ceras sintéticas, si hay que lavar las verduras porque están impregnadas de pesticidas, si la norma es trabajar encerrados desde la mañana hasta la noche y evitar la luz solar por considerarla cancerígena. 

Si todos los alimentos del supermercado están envueltos en plástico o contienen aditivos químicos, si la carne del ganado está atiborrada de hormonas y antibióticos, si los productos “de limpieza e higiene” son un cóctel tóxico con el cual nos untamos cada parte del cuerpo, si pese al aire contaminado sigue considerándose mejor vivir en la ciudad que en el campo.

Si cualquier enfermedad la tratamos con toneladas de medicamentos, si cualquier problema de comportamiento en los niños es tratado con más medicación, si cada día se venden más pastillas en una farmacia que en todas las raves de Ibiza en un verano. Si nuestra salud se ha vuelto un negocio, y si hemos olvidado cómo gestionarla por nosotros mismos… ¿de qué nos vamos a extrañar, entonces? 

Habernos vendido al negocio de la salud tiene un precio, y lo recordamos cuando gracias al coronavirus observamos que no nos cuidamos nada y que por ello la capacidad de nuestros cuerpos para resistir la enfermedad es muy débil. En lugar de caer en el victimismo, permitamos que ésta sea una oportunidad para devolver nuestras prioridades a su lugar.

El negocio de la salud (y II)

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