Se acabaron los “ranchitos”

La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento. Esto que parece fácil, no lo es tanto, por las dificultades de encuadrar ciertos actos dentro de la vorágine legislativa que nos envuelve. La máxima, pues, nos viene a decir que ignorar la Ley no nos libra de cumplirla, no queda al capricho del ciudadano, ni al albur del ignorante. 
Es notorio que el legislador va por detrás de la sociedad y muchos de los delitos de hoy en día, antes no lo eran. No cabe hablar de conceptos básicos como matar o robar que cualquiera entiende, sino de otras figuras jurídicas más elaboradas que se envuelven en una tupida cortina donde no se sabe si una actuación puede o no ser delito. 
Esto ha sucedido con el delito de administración desleal y su relación con la malversación de caudales públicos. La administración desleal está regulada en el código penal desde el año 1995 que introdujo este delito por primera vez, como un delito autónomo e independiente dentro del Capítulo de los Delitos Societarios. 
Se penaliza a quién, actuando como administrador o socio de una sociedad, dispone fraudulentamente del patrimonio social prevaliéndose de las funciones de su cargo, siendo necesario causar un perjuicio económico a los socios. Es decir, el delito se enmarca en el ámbito estrictamente societario, quedando por lo tanto fuera, aquellos supuestos donde el dinero no venía de una sociedad sino de las arcas públicas. De ahí que aquellos que manejan el erario público pudieran campar a sus anchas realizando gastos fastuosos, totalmente inútiles e innecesarios cuya única finalidad era revalidar votos en cada reelección. 
Eran muchos los que reclamaban, como existe en otros códigos como el Alemán, que la administración desleal del patrimonio ajeno, el público, debía ser punible cuando esa gestión era fraudulenta. Con la crisis económica salieron a relucir las obras faraónicas, el mal uso de fondos, utilizados con fines particulares por el político de turno, aunque con ello el artífice en cuestión no se hubiera apropiado de nada o incluso no hubiera desviado bienes para favorecer a terceros por conveniencias más o menos espurias, pero donde no existía un ánimo de lucro evidente en la disposición del dinero. 
Los desmanes de alcaldes y demás regidores públicos, hizo que el gobierno, intentando parar la indignación ciudadana, anunciara a bombo y platillo que se penaría como delito el despilfarro de bienes públicos. Debía ser delito la mala gestión de los recursos de todos, debían existir consecuencias legales para quien malgastara. 
Esto pasó sin pena ni gloria como una “ocurrencia” más, pero cierto es que el día 31 de marzo del año 2015 se publica una Ley Orgánica que entraría en vigor el día 1 julio de ese año, modificando el código penal. Por primera vez se unifica la responsabilidad penal en la gestión de fondos públicos y privados. Nace una nueva modalidad del delito de malversación: la administración desleal. Este nuevo delito requiere, al igual que el de administración desleal, que el gestor público incumpla su deber de salvaguarda patrimonial, excediéndose en el ejercicio de sus funciones de administración, y que de este modo cause un perjuicio patrimonial. Y a diferencia del antiguo delito de malversación no requiere ánimo de lucro. 
El delito se comete, por lo tanto, cuando se infringen las normas de derecho presupuestario y administrativo que regulan el procedimiento y que debe seguirse para disponer de fondos públicos. Es decir, el “despilfarro presupuestado” no es delito. La luz roja de la responsabilidad penal se enciende cuando el gestor público ha gastado “por las bravas”, sabiendo que carece de asignación presupuestaria, generando pagos de esas facturas que todo gobierno entrante dice encontrar en los cajones del anterior. Y habrá delito si existe un perjuicio patrimonial evidente. Por lo tanto, señores alcaldes, presidentes de Diputación y demás ministrables pónganse las pilas: ¡se acabaron los “ranchitos”!. 
 

Se acabaron los “ranchitos”

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