LA ministra Narbona fue uno de los puntales de las catástrofes zapateriles en todas las cuestiones de medio ambiente. Durante sus años en el ministerio se rodeó de una corte de ultraecologistas que anegó con subvenciones. Pero el culmen de su lamentable labor fue la santificación de las desaladoras. Desaparecida durante unos años, se apuntó al sanchismo y ocupa la presidencia del PSOE, desde la que ha recuperado el talibanismo ecologista. Solo hay que recordar su actuación en la reforma de la normativa sobre la pesca fluvial; pactada y más que repactada, obligó a los socialistas a que se desdijesen de sus compromisos, porque a ella no le gustaba la modificación. Pero nada como lo que se ha sabido ahora sobre su campaña para incentivar el consumo de agua desalada. Se gastó un millón de euros en botellines de 33 centilitros para repartirlos en las playas de Levante, cuando, ¡oh casualidad!, no se había construido ni una sola desaladora. El dinero, lógicamente, no salió de su bolsillo, era público, o sea, de nadie, como dice Carmen Calvo. Por cierto, nadie somos todos los españoles.