El 22 de diciembre del año último, al borde de los soniquetes de la lotería, en un Madrid febril y grisáceo, me tocó despedir a un amigo. Yacía Juan Antonio Cadenas, ferrolano de 1943 (en algunos sitios, Red Mundial de Escritores, por ejemplo, aparece como nacido en 1953, coqueto que era el camarada), en el tanatorio que dicen del Sur.
Metro “Pan Bendito”, donde Madrid es –todavía– relato de Aldecoa, con gitanillos cantando canciones de Los Chichos y personal que se salta los tornos y fuma canutos en los andenes. En la sala el cuerpo de Juan Antonio, Juanito, le decíamos, con su último “atrezzo”, un clavel sobre la sábana. Y yo lo veía un poco Valle-Inclán y otro poco Alejandro Sawa, el pelo largo y blanco recogido, la perilla recortada y la idea de que allí había un cadáver tan hermoso como lo había sido su propietario. Y mi mente volaba hacia el verano de 1966, con Juanito recién llegado de Francia. Un asombro para todos nosotros, zangolotinos, paduanos, muchachos curiosos ante la novedad. Y las chicas, lo recordaba Ana Eiroa en el “facebook”, enamoradas ante aquel aparecido. Pintor, dramaturgo, actor de mil audacias pero que aquel verano optó por el humor clásico y asequible de Miguel Mihura, “Melocotón en almíbar”; esa fue la función escogida. Ensayada en la Hermandad de Labradores de Narón y representada, dos funciones, en el Mercantil de Xuvia, en aquel teatrillo bien pensado, que incluso tenía concha de apuntador. Los actores: Chola Bañobre, Paquita de Damián, María Jose y Jorge Calvo, José Torres Foira, Pepe Idoeta y Nacho Cadenas. Aquello fue un salto en el viento del verano, un pinchecarneiro en la ribera del Río Grande de Xuvia, y luego, con el dinero reacudado, la fiesta rachada en la finca de los Rivero, donde se elaboraba la gaseosa “La Pitusa”.
Ahí comencé yo a cantar: a la guitarra, Santi Dobarro. Pero los vericuetos de la memoria me llevan a una canción del recientemente fallecido, Johnny Halliday, “Da-du-ron-ron”, procedente de un tocadiscos tan ventureiro como nosotros, gatos monteses a la luna de Neda. Luego de ese verano (yo había conocido a Juan de cativo, pero nos separaban siete años, mucha distancia entonces) los caminos de la vida nos fueron bifurcando. Juanito, quien había nacido en Ferrol, edificio Madrid-París, donde su tío, Don Fernando Varela, tenía clínica, fue brujuleando por los difíciles (y concurridos), senderos del arte y la literatura. Se me ocurre que mi amigo tal vez fuese un poco disperso y este país, Camilo José Cela “dixit”, no da más que para una idea.
Y es que Juan Antonio Cadenas Dapena, descendiente por Dapena de aquella Doña Gloria, cuya casa colonial, porche y palmera, es hoy Casa da Cultura de Neda, fue pintor, guionista (de cine y televisión), actor, poeta. Además de Licenciado en Ciencias de la Información y becario de la Academia Española de Bellas Artes en Roma y de la Fundación Juan March. Muchas patas para un banco lleno de inteligencia y bonhomía. Luego de que la vida, esa cabrona, incapaz de retener, “desatenta”, diría Miguel Hernández, por más tiempo a un hombre de la talla de Juan, nos hubiese vuelto a reunir, cierta noche de risas en la terraza de mi casa en Xuvia-Neda, Luis Torres Foira en el medio, volvimos a vernos con frecuencia. O a llamarnos: “¡Vicentiño!”, y allí estaba Juanito-Juanolo, con mil proyectos y dos mil ideas. A bordo del velador del Café Comercial, a cuya glorieta había ido a parar (habitaciones en la propia Glorieta de Bilbao) para estar más cerca de uno de sus sitios predilectos. Donde nos veíamos con frecuencia, incluso en el ámbito de la tertulia de escritores gallegos que allí alternábamos (de los que ya se han ido para siempre, Borobó, Sabino Torres, Fariña Jamardo). Y por cierto que Juan, siempre pacífico, tuvo un altercado con el mitico Pepiño da Gaita por no sé que diferencia dialéctica.
Cosas de tertulia, ya se sabe. Porque fuera del Comercial, hoy convertido en otra cosa, “alta cocina mediterránea”, me han dicho, y yo no puedo dar fe de qué cosa sea esa pues me niego a volver a entrar en lugar tan diferente a lo que entiendo como acomodo cafeteril y cultural (tantas veces la misma cosa), era complicado ver a Juan Antonio. O porque confundía el sitio de la cita, o no estaba disponible o, su excusa favorita, “estaba en Burgos”.
El 22 de diciembre de 2017, desgraciadamente, no tuvo escapatoria, y allá fui a verlo, al Tanatorio Sur, de Madrid, donde de las casas cuelgan ropas como bandera de vecindades alborotadas, y en los andenes del metro huele a porro, fumándose o recién fumado.
Se nos ha ido Juan Antonio Cadenas Dapena, y con él un concepto de vivir al aire propio. Me queda una caricatura suya, de Felipe González saliendo de un cáliz, mientras sus creyentes lo adoran.
Nos queda su universo de ferrolano inteligente (y esto más que un ¡Viva Cartagena! es un pleonasmo), director de cortometrajes, “Una tía que sale un ratito al final”, hay más, hay más, guionista, “Los ladrones van a la oficina”, poeta, “El primate perplejo”, también en el libro colectivo “A los cuatro vientos”, narrador, en la colectividad “Huevos revueltos”, y muchas más cosas que me estoy dejando en el tintero. Con Juan, en fin, se nos ha ido una manera de vivir, y de morir, de yacer con elegancia, personal e intransferible. Con él hemos disfrutado de lo lindo, desde aquel verano intensísimo de 1966. A sus hijos, Vanessa y Christian, les envío mi cariño. Y a sus hermanos, tan de mi predilección. Y a las mujeres que amaron y fueron amadas por Juanito dedico el clavel reventón que –seguro– mi amigo les hubiese legado.