Nate Davis reconoce las caras de aquellos a los que llama “su familia” sin ninguna dificultad. Así, cuando el que fue su compañero Miguel Loureiro entra discretamente en la sala donde está atendiendo a los medios de comunicación locales, a pesar de que han pasado 30 años desde que se han visto por última vez, grita su nombre y se levanta para darle un abrazo que ilustra a las claras lo que ha repetido desde que llegó a la ciudad: “Ferrol es mi casa”. No para de dar las gracias a todos aquellos que se han empeñado en que su vieja aspiración de regresar se cumpla, a diferencia de otros tantos sueños que se le quedaron en el camino por lo que solo cabe ser calificada de auténtica mala suerte. Recuerda su intento de nacionalizarse español –rechazado sin demasiadas explicaciones– o la grave lesión que le llegó en el mejor momento de su carrera o cómo la enfermedad de su primera mujer –que estuvo con él en Ferrol las tres campañas que jugó en el OAR– y su fallecimiento le quitaron las ganas de regresar a España. Junto a él se sienta Michael Robinson, que también agradece la atención y el cariño con el que se ha recibido al protagonista de su programa especial Informe Robinson, que se emitirá el día de Navidad. Para hoy le queda al curtido comunicador inglés una última sorpresa, contemplar en vivo el cariño que varias generaciones de ferrolanos han atesorado y transmitido a sus “sucesores” para que uno de los mejores jugadores que han pisado el gastado parqué de A Malata lo sienta como si fuera 1984. Será en los prolegómenos y el descanso del partido de La Sidrería Ferrol de esta tarde.
Mientras llega ese momento sonríe, asiente y distrae aquellos temas menos agradables. Reconoce, como buen caradura encantador, que “yo era un tirador, la verdad no defendía –y dirigiéndose a Loureiro–, defendía él muy bien por mí”. Apoya a la ÑBA, de los que, asegura “un día van a ganar a Estados Unidos” y afirma que nunca sintió en esta ciudad ningún componente racista, a diferencia de en su país de origen. “A veces la gente no sabe, hay que enseñarles”, bromea, y relata con humor cómo se bajó los pantalones en Barcelona para enseñarles las posaderas a un grupo de niños que le preguntaban si tenía una cola como los animales y era por eso que podía saltar tan alto.
Davis, que ahora tiene 60 años, dejó huella en Ferrol, probablemente porque asumió el destino del equipo –al que calificó de “entrañable”– como el suyo propio, pero también porque fue capaz de integrarse en una sociedad que, a su vez, dejó su impresión en él. No tiene remordimientos, pero sí alguna espinita, como el hecho de no haberle podido ganar nunca al Madrid o al Barcelona. También recuerda cómo los árbitros no solían favorecer al conjunto ferrolano “porque llegaban cabreados después de un viaje muy largo en coche”. Hay palabras de cariño para aquellos que jugaron con él y, entre ellos, para Anicet Lavodrama, que decidió quedarse en la ciudad. “Él y yo tenemos corazón de baloncesto”, confiesa, “teníamos la confianza del presidente –Juan Fernández, presente y emocionado durante el acto– y teníamos que ganar”. El jugador que podía poner sus codos en el aro no niega que fue competitivo, pero también que todo lo que hacía en la cancha lo hacía por el público “que había pagado para vernos”. Su fe, dice, le ha ayudado a superar, de una forma u otra, todos los obstáculos que la vida le ha puesto en el camino y ahora la emplea una vez más para advertir de que “me encantaría volver a España. No necesito ser el entrenador, quiero ayudar con los niños, enseñarles a jugar a baloncesto”. El genio humilde.