No fue un día tranquilo

el Exsultet, la Angélica o el Pregón con que anoche la Iglesia abrió la Pascua de Resurrección es uno de los himnos más antiguos y bellos de la tradición litúrgica. De incierta autoría, la regularidad de su cursus métrico –dicen los entendidos- lleva a colocar la fecha de su composición a finales del siglo IV y, a más tardar, en el VII. 
Sea como fuere, lo cierto es que, pleno de lirismo, se trata de un canto de acción de gracias que, a la luz del cirio “obra de la abeja fecunda”, va recorriendo la historia de la Salvación; una exaltación de la “noche dichosa, noche santa, en que Cristo, rotas las cadenas de la muerte, asciende victorioso del abismo”.
En una Semana Santa normal, en la mañana de hoy, domingo, habría dejado de escucharse el ronco y triste retumbar de trompetas y tambores. Y en mi tierra abulense habría empezado a sonar la alegre dulzaina que acompaña a los romeros camino de la ermita de la Resurrección, en las afueras de la ciudad. 
Lo contradictorio del caso es que el ambiente de gloria del nuevo tiempo litúrgico comenzado mal se compadece con el agitado día que discípulos y seguidores de Jesús vivieron desde muy temprano, ya salido el sol (“valde mane, orto iam sole”), aquel primer día de la semana judía. 
Fue todo menos tranquilo; un sobresalto continuo; un ir y venir a la carrera entre el sepulcro y el cenáculo. Una María Magdalena que va y al no encontrar al Maestro, regresa corriendo. Pedro y Juan que salen a la carrera y vuelven contando que han visto el sepulcro vacío y los lienzos por el suelo. La Magdalena que vuelve de nuevo, que ve por fin, llorosa, al Señor, y que retorna también corriendo para contarlo a los otros. Y así buena parte del día.
La resurrección fue para todos ellos un sobresalto, algo inesperado. Les llena de asombro. No recordaban lo sugerido ya al respecto en la vieja ley de Moisés, profetas y salmos. Ni lo que el propio Jesús les había adelantado, bien en parábolas, bien a las claras. No estaban preparados para el insólito episodio de la resurrección. 
Habrían de esperar a las distintas apariciones, alguna tan entrañable como la producida junto al lago de Tiberiades y otra tan didáctica como la tenida con aquellos dos discípulos que, en medio de noticias confusas, volvían abatidos a Emaús y en la que, camino de la aldea, el encontradizo acompañante les fue explicando todo lo que a su Pasión se refería en la Escritura. “¡Qué necios y torpes sois –les reconvino pacientemente- para creer lo que anunciaron los profetas!”.
Ya estaba ardiendo su corazón por lo que en boca de Jesús iban escuchando. Pero todavía no se daban cuenta de ello. Hasta que lo reconocieron “in fraccione panis”. Al partir del pan.

No fue un día tranquilo

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