La cuestión social, la revolución industrial, la ausencia de condiciones mínimas para una vida digna explican que, a fines del siglo XIX, y sobre todo en el XX, comience a tomarse conciencia de estos problemas. Problemas que suponen un aldabonazo para la esencia y existencia del Estado, que deja de ser visto como una amenaza o un poder que debe ser restringido por definición. Se cae en la cuenta de que no es posible un ejercicio de la libertad si su establecimiento y garantías formales no van acompañados de unas condiciones existenciales mínimas. Condiciones que deberían haber sido conformadas por la misma Sociedad en virtud del superior criterio de la subsidiariedad.
La liberación de las necesidades básicas asegurando los recursos materiales mínimos se vincula a la garantía de la dignidad humana, lo que significa, lisa y llanamente, que el Estado, a causa de la inhibición tantas veces de las instituciones sociales, debe asumir un papel fundamental en orden a preservar ese mínimo vital indispensable para una vida digna puesto que una vida indigna es el fracaso del Estado y de la Sociedad.
El Estado social en su formulación clásica vela porque las personas dispongan de las prestaciones y servicios básicos indispensables para una existencia digna y adecuada a su condición, de manera que al Estado corresponde, en virtud de esta cláusula, facilitar a todas las personas la procura existencial.