La pintura de Peter Krauskopf

Peter Krauskopf (Leipzig, 1966) expone por segunda vez en la galería Vilaseco una obra en la que lleva el género del paisaje a su máxima abstracción, dejando que lo referencial, sin estar ausente, dé paso a lo puramente pictórico. En su muestra de 2013 la referencia era el río Elba; en la actual, titulada Grünstein (¿ piedra verde?) hay un grupo de obras que vuelven a recordar reflejos en movimiento, bien sobre aguas claras de color azul celeste y gris perlino, bien sobre aguas plúmbeas y sombrías. En el primer caso podemos contemplar reverberantes vaivenes azul oscuro sobre superficies claras y ligeras; en el segundo, todo es espesa oscuridad de linfas profundas y abismales que nos arrastran hacia desasosegantes honduras. 
Estamos ante la clásica tensión barroca que genera el claroscuro y que se convierte en dramatismos de sombra y de luz: la eterna lucha de contrarios. De este modo el “paisaje” se interioriza como vivencia y el río o las aguas de los pigmentos, traducidos a sombríos reflejos, vienen a ser un símbolo de la fugacidad de la vida y de la muerte. Hay también una clara alusión al modo fragmentario de ver que tiene nuestro ojo, que solo alcanza a captar parcelas de la realidad. Estos reflejos adoptan formas inestables e irregulares de sombras fantasmagóricas que  pueden evocar a veces perfiles de árboles o aves o seres humanos y nos llevan a pensar en los” eidola” o ídolos de la cueva platónica: esa realidad proyectada sobre la pared, en este caso sobre el lienzo, que nunca es la verdadera realidad. 
Hay una serie de cuadros pequeños sobre papel, en los que superpone capas de pintura de colores nítidos que luego arrastra  hacia un lado, consiguiendo así una oposición entre  una estrecha franja vertical  de espesamiento  matérico a la izquierda, que oficia como frontera, y  un plano  horizontal de  lisas  tonalidades suaves a la derecha, que se funden en amarillo-anaranjado, en azul-violáceo, en turquesa-celeste, en malva-rosado, en morado-rojizo y tantas otras. Con ellas, podemos viajar a las luces del alba o a los resoles del atardecer, a las inmensidades marinas o a los limpios cielos del verano. O, simplemente, podemos quedarnos ante la pura y bien modulada vibración del color. 
  Se puede decir que Krauskopf  hace meta-pintura, pues  usa los medios propios de ella: luz, texturas, relieve, formas, contrastes, manchas,  campos de color... no para mostrar objetos, sino para hablar de lenguaje pictórico y para mostrar que la pintura es una convención, un código de elementos mínimos, como la música, que pueden combinarse y manipularse de mil maneras. La tarea del pintor, como la del músico, consiste en saber entonarlos sabiamente para despertar emociones sutiles y conmovedoras. Se ve pues, que lo que él busca es usar el plano del cuadro para abrir espacios hacia lo innombrable y territorios de misterio.

La pintura de Peter Krauskopf

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