El ojo público | Criaturas de la noche

El fotoperiodismo es como un matrimonio. Lo mejor, lo más divertido, siempre está pasando a tus espaldas. Por mucho que te obceques en captar lo que está ocurriendo ante tus hocicos, de vez en cuando, hay que mirar a tus seis para, tal vez, llevarse alguna sorpresa. En este oficio, es la mejor manera de no perder buenas fotos y de no encajar demasiadas puñaladas.
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Razas de la noche sobre los tejados de María Pita

“El Polvorín”, se llamaba. Y realmente era eso, un polvorín. Aunque su dueña decía que era un bar. Nosotros lo poníamos en duda porque dábamos por hecho que un local de hostelería merecedor de la denominación de bar, tendría que albergar en él, y por fuerza, algún atisbo de cordura. Aquella vorágine no era un maldito bar. Quizás fuese el manicomio más divertido de todos los manicomios del mundo, un terremoto amenizado por buena música, una escaramuza vikinga, salvaje y sin cuento, o quizás simplemente fuese el mejor agujero negro del Universo. Pero no. No podía ser un bar. Neneta jamás sería capaz de regentar un bar. Ella estaba diseñada para dirigir el apocalipsis, para ser la reina del caos o la diosa del sindiós. Había nacido para dejar ciudades en llamas a sus espaldas. Así que, por eso mismo, aquel lugar era el origen de coordenadas de todos los lugares. Y en él habitaban todas las noches de la semana, del mes y del año, y hasta que las madrugadas del Montealto se consumían como colillas, muchos de los mejores fotoperiodistas de esta ciudad. Y bebían hasta que se caían de la silla, y después se levantaban y seguían bebiendo, y más tarde fumaban hasta que los pulmones quemaban como las brasas de una hoguera. Y las carcajadas, exageradas y etílicas, se entremezclaban con las sobrias melodías de Steve Marriott o de Paul Weller, o de los Temptations (si le daba por pinchar a Bobby). Con dos teléfonos sobre la mesa, por si había fiambre, accidente o incendio de última hora, cada uno de ellos diseccionaba la vida con sus palabras, que ansiosas, se agolpaban en los labios creando un atasco que finalmente erupcionaba en largas parrafadas. Y así, de ese modo, sin querer y queriendo, se pisaban las frases unos a otros, entre risas ensordecedoras y gritos que, inflados de vida, arañaban los tímpanos. Allí, los fotógrafos de prensa, como adolescentes febriles, nos quitábamos los miedos, las tensiones, el cansancio y las dudas del día. Porque en aquellos tiempos, señores, hacer fotoperiodismo era batirse para salir victorioso. Era el todo o nada. No había más testigos que nosotros, no había más miradas que las nuestras, y no había más certeza que nuestra foto. La responsabilidad de que un acontecimiento y todos los integrantes del mismo existiesen, perdurasen y ocupasen su modesto o memorable lugar en la historia de esta ciudad o de este país, recaía única y exclusivamente sobre nuestros hombros. Éramos príncipes y mendigos. Y a veces, pocas, reyes. Pero reyes, al fin y al cabo. Por eso, en aquel lugar, maravilloso, excéntrico y periférico, nos codeábamos con poetas, políticos, actores, pintores, borrachos, perros y gatos, futbolistas buenos, futbolistas del dépor, músicos y asesinos. Y nos mirábamos a los ojos y nos tratábamos de tú. Y cogíamos las servilletas que pintaba Cabezas y nos sonábamos la nariz con ella y le poníamos una cubata, y les dábamos collejas a los que, aprovechando el despiste, nos intentaban levantar la cerveza para brindar por su permiso penitenciario, o bailábamos en frenesí encima de los coches hasta abollarlos con la intención de que de alguna extraña manera, se pareciesen a un cuadro de Peteiro. Y si ganábamos un mes mucho dinero, el día diez pedíamos prestado. Y si al mes siguiente aún ganábamos más, entonces ya pedíamos crédito el día cinco. Allí se pagaban más rondas que veces tirábamos de la cisterna. Vivíamos enloquecidos, embriagados, agitados por una profesión que nos llevaba muchas veces al límite. Pero el periodismo era pura efervescencia, estar inmerso en él, ser masticado por sus fauces significaba formar parte de algo sólido, importante y trascendente. Aunque no fuésemos capaces de reconocer ni saber muy bien qué demonios era, era algo que podías dejar que te devorase. Dulce, pausada y dolorosamente.

 

Al despuntar el alba, aquellos fotógrafos regresábamos a nuestras guaridas tambaleándonos por calles que comenzaban a cobrar la sensatez de la vida cotidiana. Y la gente, trabajadora y honrada, se apartaba con gesto de desdén evitando nuestro errático paso, para a continuación, detenerse en el kiosko del barrio para comprar el periódico.

 

Y todas aquellas personas, en ocasiones, como si la magia se adueñase de sus pupilas, se quedaban embobadas y en silencio contemplando asombradas la fotografía que ilustraba la portada.

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