De verdugos y consentidores

Que no descansen los verdugos, que no tengan sosiego, ni perdón. Que caigan sus crímenes sobre ellos con furia, como con furia cae el aguacero en la tormenta. Que los ensordezca el trueno. Que los ciegue el relámpago. Que los parta un rayo. Que el aliento de su maldad los tronche como lo hace el temido huracán con las atormentadas palmeras. Que sean carroña allí donde moren y pasto de alados carroñeros allí donde afloren sus cuerpos. Que no sean jamás memoria de otro recuerdo que el horror de sus crímenes. Que no encuentren en la tierra suelo, ni en el cielo techo. Que caigan eternos y eternamente.
No merecen paz, no la merecen, porque no la consintieron en los demás.
 

La cultura del inmediato castigo y del eterno reproche ha de ser la batalla de la verdadera disuasión. Desarmarlos, privarlos de todo prestigio o justificación, llevarlos a juicio de la historia sin consentirnos explicación más allá de su vesania y terror. Y levantar en el nombre de sus víctimas un magnífico panteón de memoria y dignidad capaz de hacerlas brillar en su inocencia y grandeza por los siglos de los siglos.
 

El humano entendimiento al que hago referencia no excluye a los que gobiernan a los gobernantes, que en el ansia de poder manejan, cuando no las vituperan, a las víctimas, y justifican, cuando no los ensalzan, a los verdugos, o viceversa, que es igual de terrible esa maldad.
 

Malditos todos ellos, porque no son mejores que los peores verdugos. 

De verdugos y consentidores

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