Respecto a Itziar y otros, cabe preguntarnos si protegimos debidamente su infancia y adolescencia frente al terror de ETA y su imaginario ideológico, o los dejamos crecer en un clima de violencia y bajo el imperio de una idea tan identitaria como totalitaria que los llevó a contemplar, como si de una sana épica se tratase, con beligerancia o absoluta indiferencia, lo que ocurría a su alrededor. Al extremo de entender que la libertad de pensamiento y conciencia lejos de ese ideal fuese causa suficiente para asesinar, extorsionar y expulsar del País Vasco a los disidentes.
La sociedad democrática debería haber velado, con los medios a su alcance, para que esas personas crecieran en un espacio de libertad y allí donde no alcanzase la norma, si le cabe tal debilidad, el reproche ético a esas ideas y conductas impropias de su esencia.
Lo cierto es que ayer y hoy, aquellos y estos niños contemplan como son las propias instituciones quienes van más allá en el blanqueamiento del crimen, que Pirritx, Porrots o Itziar. Es más, ven como sus padres, sometidos a ese horror, han de vivir ahora bajo el gobierno de los verdugos y honrarlos como a exquisitos demócratas.
Esa perversión es la que debería ser combatida desde la firmeza democrática, sin debilidad, pero nace del corazón de un sistema político que rige por turnos nuestro destino, capaz de forzar la ley y la legalidad para sus fines, pero no poner fin legal a esta infamia.