Guardamos celosa confianza y devoción absoluta por el pueblo, tomado, en el grueso trazo de su tortuosa y multitudinaria naturaleza, quizá para que sea algo y no le ocurra, tal como auguró el poeta, a ese “hombre solo, a esa mujer, que así tomados de uno a uno no son nada, nada...”. En el pueblo nos retomamos y en ese multitudinario ser encaramos con paso firme el futuro en común. Anunciando, somos el pueblo, nada puede ocurrir al margen de nuestra voluntad y no hay voluntad que resista el peso de nuestra levedad existencial, y en verdad es así, y quizá, y eso es todavía más triste, sea irremediable.
Vemos a diario pueblos alzados en su voz y conciencia, también en armas, contra el abuso y la tiranía, y ese legítimo y responsable acto nos emociona y llena de arrojo, como si fuese algo excepcional y optativo, cuando es su primera responsabilidad frente a cada uno de aquellos que lo componen. Un pueblo que no se defienda en cada uno de sus miembros no merece ser llamado pueblo, porque sin cada uno de ellos no hay posibilidad para él, y es, en ese ser, otra cosa: turba, quizás.
El pueblo es nuestra fe, pero esa fe, como todo dogma, se desmorona allí donde vemos a los pueblos romperse en favor del egoísmo individual o de clase. Allí donde danza fanatizado y estúpido al compás de la música de cualquier degenerado. Allí donde sin dejar de ser pueblo se convierte en un tirano al que fatalmente solo le puede hacer frente el tirano.