Parece ser que por la noche se paró un corazón, que una vida se fugó de golpe, y mi casa se llenó estos días de despedidas. Si existe, si de verdad puede haber una aproximación poética a la muerte, sucede sólo cuando la miramos de lejos, ocurre también si podemos mirarla desde el final. De cerca, también temprano, es difícil decir adiós. Me tocó abrazar a los míos, ahí es cuando envidio a las flores de campo: las arrasan y florecen.
Yo sé agazaparme detrás de las palabras en riguroso silencio, yo puedo escribir para no olvidar, para que los que amo se queden de cualquier forma.
Mientras pasan los días y regresamos a nuestro quehacer, a estudiar con paciencia, a trabajar con responsabilidad, deambulamos un poco por nuestras calles interiores. ¿Hasta cuándo? Hasta que el sol te acaricia de nuevo el rostro y te dejas rearmar por lo cotidiano. Luego dejamos que nos acompañen las imágenes, los recuerdos, las historias de quien nos dejó, y entonces comprendemos que nos estamos tan solos como creemos ahora.
Esta cita del novelista irlandés Samuel Beckett: «No puedo seguir. Seguiré».
Me doy un paseo por mi biblioteca. Busco libros que me reconforten, que me alivien, que me enseñen, como si fueran canciones más o menos apropiadas para un estado de melancolía, que hay esperanza oculta y contenida en algunos párrafos. Me paro en El yo dividido, de R.D. Laing, que me deja un rato mirando por la ventana, viendo el paisaje correr hacia atrás, después de leer de nuevo «el descubrimiento de que estamos irremediablemente solos respecto a algunas cosas, y saber que dentro de nuestro propio terreno sólo pueden verse las huellas que dejan nuestros pies».
Después de esto, puedo preguntarle a Raymond Carver, desubicado en mi estantería, de qué hablamos cuando hablamos de amor, será para reconducirme a la lectura de Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg. Y no hace falta que me vuelva a dejar acariciar por esta novela que habla de guerra, pero sin guerra, llego a donde quiero llegar, y leo: «Lo importante sucede en Todos nuestros ayeres como sucede la vida: de golpe».
Voy a decirles que he escrito esta pequeña columna como consuelo y que todavía no he podido perderme en un libro. La casualidad de una muerte me encontró leyendo Tristeza, de Jack Kerouac. No he vuelto todavía a su lectura; sepan que Tristessa es nombre de mujer. Me sirvo del novelista norteamericano, pionero de la Generación Beat, para cerrar y cerrarme:
«Súbitamente comprendí que todas las cosas sólo van y vienen incluido cualquier sentimiento de tristeza: también se irá: triste hoy alegre mañana: sobrio hoy borracho mañana ¿Por qué inquietarse tanto?».
La vida.