A manece un día más en el que hemos de pasar de pensar en qué hacer con los otros para hacer con ellos. Esa sencilla lección, sin posibilidad de elección, debería conducirnos a reflexionar sobre la necesidad de convivir y en ese afán comprendernos en nuestras filias y fobias. Asomarnos a ellas con criterio, en los casos más extremos, con vértigo, pero sin odio y con el ánimo de tratar de remediarlas y conciliarlas con las propias.
Pasados estos largos días de deiformes promesas y antropomorfas amenazas en las que cada uno de nosotros fue convocado a decidir sin cuidado sobre los demás, a proyectar en ellos lo peor de nosotros, nos topamos con este lunes donde estos vuelven a cobrar vida, a retomarse en su exacto valor, ni mayor ni menor, el suyo. De nuevo la promesa en la esperanza y la esperanza en los sueños vuelven a estar en nuestras manos, las de todos, y entre todos hemos de sostenerlas y nutrirlas. La tramoya ha caído como un velo de silencio, de trama periódica pura, cambia la fecha, lo demás se repite infinito, para dejar al descubierto el exacto decimal de nuestra existencia.
Nuestros líderes no desgranan ideas, pronuncian absurdas intrepideces que nos abocan a soluciones sin cabida en la matemática social; meras ocurrencias, desesperación, en suma, por no perder el paso dentro del poder y poder sin mirar donde se pisa. Un dolor que remedian los lunes con su sabor a pan, progenie, compañeros y fatigas.