No hablo, aunque se pueda suponer, de lo que circula sin control alguno por las redes ni, muchas veces de forma buscada, por algunos platós de las televisiones donde hace tiempo fue expulsado el mínimo atisbo de educación. Tampoco de los insultos en un Colegio Mayor, piedra de escándalo hace unas semanas y hoy olvidados.
Me refiero a la ínfima calidad del debate político en el Senado y en el Congreso, los órganos de máxima representación institucional, que evidencia la degradación de la política actual y que provoca el hastío y el desencanto de los ciudadanos, incapaces de comprender qué proponen quienes, al menos teóricamente, nos representan o por qué es imposible llegar a acuerdos de Estado. Mentiras e insultos protagonizan todo debate, sin que nadie en esos foros se alarme ni trate de corregirlo, “¿Qué debemos creer, decía Paul Auster, cuando no se puede estar seguro de si un supuesto hecho es verdad o no?”.
A derecha e izquierda, en el centro y en las periferias de la nación, la mentira campa a sus anchas y el insulto sustituye a los argumentos y a las razones. Hace unos días el diputado Gabriel Rufián salió a defender a la ministra Irene Montero -”lo hago yo porque ustedes callan”, dijo mirando a los diputados socialistas- a la que un diputado popular había llamado “inútil” y pidió, sin éxito, al diputado que retirara esa palabra para que no constara en el Diario de Sesiones.
Se trata de la misma ministra que ha llamado “fachas” y “prevaricadores” a los jueces y del diputado que calificó de “ministro indigno de la democracia” a Borrell, “tarado” a Puigdemont, “gánster” al director de la Oficina antifraude de Cataluña, “traidores” a los diputados socialistas, “fascistas” a los dirigentes de Ciudadanos, “tonto y subnormal” a Antonio Miguel Carmona, “ladrona, corrupta y gentuza a Esperanza Aguirre, y “golfo e inútil a Rajoy”, casi todo ello en sede parlamentaria.
Los insultos no son exclusivos de la izquierda porque Isabel Díaz Ayuso, en el PP, García-Gallardo, en Vox, y otros más los practican con desmesura y sin tino. Pero tampoco el presidente Sánchez y algunos de sus ministros lo hacen menos. Y más a la izquierda, Iglesias, Monedero, Echenique, la propia Montero y la juez Rosell son hermanos mayores de la cofradía del rencor. Si ahora Montero y Rosell insultan y llaman prevaricadores a los jueces, siguen la senda de Pablo Iglesias que llamó “mediocre y prevaricador” al juez García Castellón y que ha insultado a media humanidad.
Lo mismo sucede con las mentiras. Apenas hace dos años, el presidente del Gobierno decía que “tenemos la misma posición de siempre: con Bildu no se acuerda nada”. “Nos separa de Bildu un abismo ético”, decían en esas mismas fechas otros dirigentes socialistas. Bildu es hoy socio preferente e imprescindible del PSOE y una de sus reivindicaciones estará en breve en el BOE: la Guardia Civil de Tráfico es expulsada de Navarra. “No estamos contando votos. No estamos obsesionados como el PP”, decía hace un mes, sin rubor alguno, María José Montero, ministra de Hacienda y responsable de sumar votos a cualquier precio para aprobar los Presupuestos. No hay cosa peor que la mentira, las medias mentiras, que no son nunca una media verdad, y el cinismo. Pero tal vez no sean “culpables. Como decía Dostoievski, “el hombre que se miente a sí mismo llega a un punto en el que no puede distinguir la verdad y por tanto pierde todo respeto por sí mismo y por los demás”.