Hace diez años asistíamos a una peculiar romería. Miles de familias gallegas cruzaban a Portugal en busca de un botín farmacéutico: la vacuna de Bexsero contra la meningitis B. Hoy, esa misma inyección vuelve a los titulares: Galicia es pionera en utilizarla para proteger también contra la gonorrea.
A mí, esto de la gonorrea me suena a apocalipsis purulento. Como si el fin del mundo fuera a llegar en forma de estallido de pus genital. Una hecatombe sin jinetes, pero con muchas alertas del Sergas.
No es ninguna broma. El contagio de esta enfermedad está disparado. En España, la gonorrea creció un 42 % entre 2021 y 2023. Y Galicia lidera el descontrol: los casos se triplican cada cinco años.
Para más inri bacteriano, la Neisseria gonorrhoeae ha desarrollado resistencia a casi todos los tratamientos disponibles. No es ya una enfermedad venérea que vive en los burdeles de la posguerra: es una distopía microscópica que viaja a través de las apps de citas.
Podríamos pensar que este crecimiento desmedido es culpa exclusiva de la resistencia farmacológica. Pero basta con mirar los datos de otras ETS para entender que no es así. Porque la gonorrea va ganando la carrera, pero la sífilis, la clamidia y el virus del papiloma humano le pisan los talones.
Vivimos en el panel central de El jardín de las delicias. Parece que toda fiesta que se precie debe contar entre sus ingredientes con mucho alcohol, media botellita de polvo blanco y una pasti del amor. Porque el objetivo último es terminar metido en alguna cama. En cuál, no importa demasiado.
No nos engañemos. La gonorrea solo es la punta supurante del iceberg. La vacuna no va a salvarnos. Lo que realmente necesitamos es educación sexual. De la buena. De la que no se queda en las denominaciones de pene y vulva, y pasa a explicar que el preservativo no solo previene embarazos.
Porque el ranking de contagios lo encabezan los jóvenes, pero cada vez son más los mayores de 45 que entran en la lista. Es increíble, pero en cuanto pierden el miedo a un embarazo no deseado, ni se les ocurre ponerse un condón.
El “póntelo, pónselo” debería ir tatuado en la piel de todo aquel que mantenga relaciones sexuales esporádicas, con múltiples parejas o en contextos descontrolados. Si vas de M y le vas a ofrecer sexo a lo primero que se te cruce, no seas capullo (o capulla) y usa una gomita. O una barrera de látex (o incluso un film transparente de los que hay en cualquier cocina), si te va más el rollo oral.
Y si no, al menos, háztelo mirar. ¿Por qué te haces análisis periódicos para ver cómo vas de hierro o colesterol, pero no haces lo mismo con tus mucosas? ¿Por qué no te da vergüenza pedir la píldora del día después, pero sí un test para comprobar si sigues sano/a?
Si tuvieses un mínimo de educación sexual, sabrías que la mayoría de estas enfermedades se transmiten sin necesidad de que haya penetración o eyaculación. Y también que muchas pueden permanecer asintomáticas durante meses. Incluso años.
Pero no. No hablamos de salud sexual, de responsabilidad sexual, de cómo usar bien el sexo. Nos parece rancio. Pero no lo es. Es urgente.
El sexo ya no responde a la atracción, sino al impulso. Al triste deseo de llenar un inmenso vacío interior. Incluso al control: una forma de demostrar que el poder ha cambiado de manos. Usamos el cuerpo como un boomerang simbólico lanzado contra el relato patriarcal. Más que a Venus, recuerda a Medea.
No, no es moralina. Es reapropiarse de la sexualidad desde un lugar más digno. Más humano. Menos animal. Y esto también es educación sexual.
Urge sacar al deseo del terreno de las excusas biológicas y de los impulsos incontrolables. El deseo se educa. Se construye. Se piensa. Se valora. Solo cuando dejemos de tratarlo como algo etéreo e irrefrenable empezaremos a elegir a quién o a preguntarnos por qué o para qué.