El futuro solo era esto (I)

El año 2000 llegó y decepcionó. Se dijo que hoy viviríamos más de 100 años, los robots se ocuparían del trabajo pesado, florecerían las colonias espaciales y las ciudades gozarían de una primavera eterna dentro de cúpulas de cristal. Y ahora vuelven a prometernos longevidades de Matusalén, autómatas serviciales, vacaciones lunares, coches autónomos y casas inteligentes… Que los vaticinios se repitan tiene un significado claro: los anteriores no se cumplieron.
 

Sí, el 2000, la fecha mítica con la que tanto se fantaseó, los cuatro dígitos que representaban el venturoso horizonte hacia el cual la humanidad se encaminaba aparecieron en relojes y calendarios. Y entonces una montaña de predicciones se hizo polvo. El futuro había deparado un panorama demasiado parecido al de las décadas anteriores con algunas sorpresas imprevistas.
 

Tomemos la postal futurista más típica: la ciudad del mañana. A principios del siglo XX se descontaba 

que el rascacielos definiría el paisaje urbano. En 1914, el arquitecto Antonio Sant’Elia bosquejó un mundo urbanizado atestados de rascacielos colosales, aceras móviles, escaleras mecánicas, edificios con terrazas y ascensores por doquier: un hojaldre de numerosos niveles con aeropuertos y helipuertos en cada uno de ellos. Más tarde, su colega Frank Lloyd Wright vislumbró una ciudad tan dispersa que debería ser recorrida en avión o en un helicóptero utilitario, el aerorrotor. Pero el urbanismo tomó otra senda. Las normas sobre la altura máxima de construcción acotaron el impulso vertical de la arquitectura; la gente huyó a los chalés con jardín y piscina en los suburbios arbolados, y los rascacielos se refugiaron en los distritos financieros donde se alzan como emblemas del poder corporativo.
 

Frank Lloyd Wright vislumbró una ciudad tan dispersa que debería ser recorrida en avión o en un helicóptero utilitario, el aerorrotor. Pero el urbanismo tomó otra senda. La gente huyó a los chalés con jardín y piscina en los suburbios arbolados, y los rascacielos se refugiaron en los distritos financieros
También se debilitó el sueño de emular a Ícaro con aviones privados, heligiros individuales y mochilas con reactor. En 1943, el experto en aeronáutica Henry Bruno auguró que el automóvil caería en desuso después de la Segunda Guerra Mundial y los helicópteros para adolescentes cubrirían los cielos al igual que antes los estudiantes poblaban las calles con sus bicicletas. Sin embargo, la estrella de la locomoción fue el automóvil. El helicóptero quedó reservado a los militares, los altos ejecutivos y un puñado de millonarios, al igual que los jets particulares.
 

No acaban allí los chascos con la aviación. Dejemos de lado a los drones, los robots voladores que nadie imaginó, y detengámonos en los vuelos supersónicos que reducirían las travesías intercontinentales a unas pocas horas. En los años 60, el Concorde cumplió esa esperanza; sin embargo, en 2002, y después de sobrevivir gracias a los pocos ricos dispuestos a pagar 11.000 euros por ir y volver de París a Nueva York, dejó de prestar servicio. La velocidad de vuelo se estancó en torno a 930 kilómetros/hora, ¡y los asientos son más pequeños!
 

Similar destino tuvieron los plásticos. En los años 20, se daba por sentado que sacarían de circulación a los productos naturales: la formica sustituiría a la madera; el vinilo al mármol; el nylon al algodón; y los polímeros especiales, al acero, al vidrio, al cemento… El futuro destellaba reflejos de plástico. Pero en los años 60, los sintéticos se tornaron el paradigma de lo superficial. La palabra plástico se volvió sinónimo de baja calidad, y en uno de sus filmes Woody Allen envió al infierno al inventor del mueble de metacrilato. El consumidor se decantó por lo natural y la moda reivindicó el lino, el algodón, la seda y el cáñamo.
 

Parecido revés sufrió la predicción nutricional. La pastilla de caldo marcaba el modelo a seguir; se predijo que almorzaríamos y cenaríamos cócteles de píldoras alimenticias. Siguiendo criterios de estricta funcionalidad, comeríamos lo necesario para mantenernos vivos. Pero los consumidores reaccionaron en contra de tan severas prescripciones y hoy, sin despreciar los adelantos, la gastronomía reivindica la comida por su significación hedonista y social.
 

Tampoco se produjo el estallido demográfico: el colapso civilizatorio causado por la superpoblación. En 1968, el estadounidense Paul Ehrlich anunció que, en los años ‘90, la cantidad de alimentos por cabeza caería en picado y una de cada siete personas moriría por desnutrición. Y The Global 2000 Report, el informe elevado en 1980 al presidente de Estados Unidos, reiteró que los precios de los alimentos treparían entre 35 y 115 por ciento hacia el año 2000.
 

Pese a las hambrunas esporádicas en algunos países africanos, no sobrevino una era de desnutrición general; al contrario, las muertes por patologías asociadas a la obesidad superan las causadas por las infecciones.
 

Ninguna de las lúgubres previsiones se verificó. Desde 1961, la población mundial se duplicó, pero la producción de comestibles superó con creces su incremento, y por añadidura su precio se desplomó. Según la FAO, las calorías consumidas por día en el Tercer Mundo son actualmente un 23 por ciento mayores que en 1963. Pese a las hambrunas esporádicas en algunos países africanos, no sobrevino una era de desnutrición general; al contrario, las muertes por patologías asociadas a la obesidad superan las causadas por las infecciones. También fue desmentido el Club de Roma, cuyo informe Los límites del crecimiento (1972), del cual se vendieron 12 millones de ejemplares en 37 idiomas, sacudió a la opinión pública al vaticinar que en pocos años no quedaría ni una pizca de gas, petróleo, uranio, cobre y cinc. Al contrario, hoy disfrutamos de una abundancia de minerales. El Club de Roma había olvidado que la Edad de Piedra no terminó por falta de piedras sino porque aparecieron sustancias superiores que la sustituyeron, de modo parejo a cómo hoy las energías renovables están reemplazando a los hidrocarburos.
 

Igual de infundada se demostró la grandilocuencia de la Era Espacial. Una de las contadísimas previsiones que se cumplió fue el alunizaje soñado por Verne, aunque no mediante la cápsula-bala disparada por un cañón, sino con un módulo lanzado por un cohete.

El futuro solo era esto (I)

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