El futuro no era esto (II)

La NASA prometió que, en 1989, 48 hombres residirían en el planeta rojo y otros 24 lo harían en bases orbitales espaciales. El vicepresidente estadounidense Spiro Agnew aseguró que en el año 2000 una misión desembarcaría en las arenas marcianas. Y hoy, en este planeta apenas se han posado todoterrenos de escasa autonomía. Las tribulaciones de la base MIR y la compleja construcción de la Estación Espacial Internacional pusieron de manifiesto la endeblez de los ambiciosos planes de conquista cósmica.


A estos gruesos fallos se añade la miopía en cuanto al cambio de las costumbres. Por más que rebusquemos en el pasado, no encontraremos la menor intuición de que en el año 2000 una reina (Beatriz de Holanda) promulgaría una ley autorizando el matrimonio homosexual. Y no digamos de las previsiones sociopolíticas. Looking Forward (1888), de Edward Bellamy, pintaba el Boston del año 2000 como una ciudad igualitaria y solidaria, en donde la gente circula por aceras cubiertas de la lluvia y la nieve, se jubila a los 45 años, goza de educación universal, todos se han vuelto vegetarianos, el crimen ha desaparecido y la telefonía garantiza que todos los hogares puedan escuchar música clásica a través de sus auriculares. Huelga decir que hoy los bostonianos no disponen de aceras protegidas, siguen padeciendo crímenes, no han abandonado su afición por las hamburguesas y muy pocos se jubilan antes de los 60 años.


También se equivocaron los profetas sociales. Marx y Engels vaticinaron que los monopolios asfixiarían a las pequeñas empresas y arruinarían a la clase media; los plutócratas bajarían los sueldos de los obreros y mantendrían el desempleo por las nubes; la concentración económica desincentivaría la innovación; y el estancamiento y la miseria conducirían al derrumbe del capitalismo y al establecimiento de una sociedad más justa, la socialista. No ocurrió así. El capitalismo se las ingenió para sobrevivir. Sus ciclos de expansión/depresión/expansión y la desigualdad social se mantienen, pero no han traído la pobreza absoluta ni un aumento bruto de la explotación; más bien la reducción de la jornada laboral de 60 a 40 horas indica una mejoría de la situación de la clase trabajadora. Tampoco se produjo el estancamiento científico-técnico ni la guerra permanente predicha por Lenin, y la gran crisis final del capitalismo ha desaparecido del horizonte.

 

 

Los yerros no son exclusivos de la izquierda. En 1930, el conde de Birkenhead escribió que en el año 2030 la India seguiría bajo dominio británico y que no habría más guerras, pues “ninguna nación será capaz de afrontar la destrucción del área industrial de un enemigo”. Nueve años después, estalló la Segunda Guerra Mundial. Parecido mentís recibió la novela 1984 de George Orwell. Describía un mundo sojuzgado por totalitarismos omnímodos que vigilaban a sus ciudadanos a través de los televisores instalados en cada vivienda. Pero llegó el año 1984 y resultó que la democracia liberal campaba a sus anchas en casi todo el orbe. La profecía de Orwell tuvo cumplimiento únicamente en clave esperpéntica, en el programa Gran Hermano, cuyos concursantes exhibían su intimidad a la audiencia dentro de un recinto atestado de cámaras.

 

 

Los yerros de 1984 remiten al otro gran imprevisto, el fin de la Unión Soviética. Ni la CIA ni las demás agencias de inteligencia anticiparon el macroevento que modificó la historia mundial. Ni los autores de The Global 2000 Report imaginaron el siglo XXI sin la súper potencia socialista. La perspicacia del espionaje y de los sovietólogos quedó en entredicho.

 

 

En 1954, el presidente de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos dijo que la fuerza del átomo generaría electricidad tan barata que costaría más medirla que producirla; y que reverdecería los desiertos, abriría las montañas y curaría a los enfermos

 

 

Algunos incumplimientos se agradecen. En los años ‘60 pocos dudaban que, si la humanidad llegaba al siglo XXI, lo haría cubierta por una capa de escombros radiactivos. Por fortuna, no llovieron bombas H sobre nuestras cabezas, pero tampoco se concretaron las promesas de la Era Nuclear. En 1954, el presidente de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos dijo que la fuerza del átomo generaría electricidad tan barata que costaría más medirla que producirla; y que reverdecería los desiertos, abriría las montañas y curaría a los enfermos. Harold Stassen anunció “un mundo donde no se conocería el hambre ni las enfermedades (…) donde las tareas del hogar se resolverán apretando unos botones (…) donde nadie tendrá que alimentar una caldera ni maldecir las emisiones, donde el aire estará fresco como en la cima de una montaña y los efluvios de las fábricas olerán como una rosa”. Cada hogar dispondría de un minirreactor atómico. Se planearon aviones y barcos impulsados por el átomo y la Ford diseñó un automóvil de propulsión nuclear, el Nucleon.

 

 

Sus resultados no pueden ser más decepcionantes. La radioterapia reforzó el arsenal oncológico pero no acabó con el cáncer. La electricidad de las centrales atómicas no es nada barata y estas instalaciones están expuestas a fugas de radiactividad, por no hablar de sus residuos radiactivos. Tampoco se construyeron aviones, coches o relojes con pilas atómicas. Y si se armaron algunos rompehielos y submarinos nucleares fue porque sus ventajas militares convencieron a los ejércitos de sufragar sus altísimos costos.

 

 

¿Y qué decir de los robots? En la Feria de Nueva York de 1939, la firma Westinghouse presentó Elektro y Sparko, un hombre-robot con su perro-robot. Los autómatas golpean a la puerta, se proclamó; pronto habría robots operarios que tomarían las decisiones y ejecutarían las tareas hogareñas. En 1966, The Wall Street Journal sostuvo que el granjero del año 2000 “será un ejecutivo sofisticado con un ordenador sirviéndole como capataz”. Hoy, los agricultores disponen de teléfonos móviles y ordeñadoras automáticas, pero ningún androide les ha librado de 

El futuro no era esto (II)

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