Hoy, 6 de diciembre, la Constitución de 1978 cumple cuarenta y cinco años. Tal aniversario nos permite reflexionar acerca de ella en el marco de un Estado que la Norma fundamental califica de social y democrático de Derecho.
Desde sus orígenes, el Derecho Administrativo se nos presenta dependiente del interés general, de aquellos asuntos supraindividuales que a todos afectan por ser comunes a la condición humana y que reclaman una gestión y administración equitativa y que satisfaga las necesidades colectivas en un marco de racionalidad y de justicia.
El Derecho Administrativo en sentido estricto, especialmente a partir de la Revolución francesa, surge como un Derecho autoritario sobre la base del acto administrativo y sus principios atributos: ejecutividad y ejecutoriedad, propiedades inherentes a la actuación administrativa que se entienden desde ese tiempo, en buena parte hasta nuestros días, en clave de privilegio y prerrogativa.
Por aquel entonces, 1789, la legalidad administrativa procedente del Estado liberal de Derecho era la guía y el norte de la actuación administrativa. La Administración solo podía hacer única y exclusivamente aquello que establecía la ley –vinculación positiva- o, vinculación negativa, o sólo podía desarrollar su actividad siempre que no estuviera prohibida por la ley. En este contexto, los derechos fundamentales de la persona eran los de libertad, los tradicionales civiles y políticos, ante los cuales el Estado no tenía más remedio que la abstención y la no interferencia. Por cierto, los derechos civiles y políticos nacieron, es fuerza reconocerlo, anclados a una determinada manera de comprender el derecho de propiedad y, sobre todo, a una determinada clase social, la burguesía, que precisaba de instrumentos de conservación y mantenimiento del poder para afirmar su posición en la vida social de aquel tiempo como gráficamente se deducía de la conformación sociológica de las primeras Asambleas parlamentarias de la República francesa.
El paso del tiempo contribuyó, especialmente a raíz de la industrialización y el éxodo masivo de la población del campo a la ciudad, a que creciera la conciencia social del Estado y a que esté considerara que debía no solo defender y proteger los derechos fundamentales puramente individuales, sino que también, y de modo central, debía promover las condiciones que hicieran posible el libre y solidario desarrollo de la persona. Aparece el Estado social de Derecho en el que la solidaridad es también una función del Estado. Más tarde, la participación social se presentó como una condición inexcusable para el diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas y a la caracterización social del Estado se agrega su condición democrática. En este contexto, la Constitución sustituye a la legalidad administrativa como la principal fuente del Derecho y comienza tímidamente un proceso en el que la Administración pública, más allá de esa legalidad administrativa, positiva o negativa, se compromete con la realización de los valores y objetivos constitucionales, especialmente de los postulados del Estado social y democrático de Derecho en la cotidianeidad a través, sobre todo, de la acción del complejo Gobierno-Administración pública.
Una acción que hoy, en un régimen de tiranía, debe recuperar su textura democrática y atender esencialmente a servir objetivamente al interés general, no a destruir al adversario, no a excluir ni a dividir o fragmentar a la sociedad. Cuando así se procede, a la vista está, se baten los records de la negligencia, la ineptitud y la mala gestión porque no importan las personas, sino el dominio de las estructuras.